Cap 16: Sombra de un lóbrego

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Flevata voló por encima de la gran muralla de piedra, si mirabas con detenimiento, podías observar enormes cañones por la superficie de este. Perdidos como escombros en una enorme montaña.

Aterrizaron en una gran meseta, en su planicie, se podía admirar una necrópolis de rocas hecha con enormes edificaciones. Con páramos solemnes que parecían adornar las ya destruida ruinas de lo que alguna vez fue una civilización que vivió elevada en el cielo. Un enorme puente de piedra conectaba las distintas mesetas que se posaban por encima de esa ciudad ruinosa. Como si de acueductos se tratasen.

La joven sin nombre traía puesta la capa de mago de Ten. Se deshizo de su vestido blanco. Se había puesto un bombacho azul de ceda junto con una faja de cuero y un choli de color gris. La parte superior de su cabello estaba recogido con dos moños y el resto del cabello lo dejó suelto. Un vestido no la ayudaría a correr o desplazarse por esos lugares desconocidos.

Flevata volvió a su forma humana, y comenzaron a cruzar la enorme planicie de hierba alta y seca que parecía bailar con el viento. Muchos obeliscos se enderezaban en el enorme lugar, puestos en determinados puntos del paisaje. Como flechas apuntando al cielo. La joven atisbaba los obeliscos con un rostro que denotaba curiosidad y los admiraba con rapidez, como si de un momento a otro fueran a desaparecer de su vista.

Un calzado de piedra apareció entre la hierba, indicando que ya habían llegado a su destino. Un gran arco los recibía en la entrada de aquellas ruinas sinuosas. Pasaron por la plaza, un lugar inhóspito y lúgubre que contaba con una imponente fuente, seca por su falta de uso. Era increíble el silencio de ese lugar, lo único que se lograba escuchar eran los pasos de sus zapatos contra los adoquines. Una depresión de piedra fue apareciendo en la plaza, aparentemente, había sido un teatro donde las personas, en algún momento, se deleitaban con bailes y actuaciones. Pero ahora era un sitio solitario y muerto. Ruinas de casas, torres y establecimientos se observaban por todos lados. Era un lugar que desprendía un olor a soledad, y si los colores tuvieran algún aroma, definitivamente ese sitio se empaparía con un perfume gris.

Finalmente llegaron a lo que parecía ser un templo con pórticos. Tenía dos ídolos de protección, leones de viento, o grifos como les llaman en el archipiélago. Estaban hechos de oro, ya sucios por el polvo que despedían las escabrosas edificaciones. Los grifos le recordaban a su hermano Valskanyr, ya que él había recibido su nombre por desbravar a un grifo salvaje de la Isla del Viento. Como una niña pequeña, los cuales quieren tocar todo lo que encuentran, se acercó, extendió una mano y la pasó por el pico abierto del ídolo.

"Groar", se escuchó, la joven cayó de rodillas, temblando. El grifo de oro se había estremecido con un movimiento brusco, trémulo, para terminar de sacudirse poco a poco. 

—No te preocupes —dijo Colemar. Agachándose y poniendo sus manos por encima de la espalda temblorosa de la chica. Al reposar sus palmas en ella, notó que estaba fría, como si tocara un bloque de hielo—. Es sólo un truco. Hay un órgano oculto en el interior de estas bestias de oro, si algún curioso la toca, pues se activa, haciéndolas rugir. 

La joven se levantó, encogiéndose de hombros por la vergüenza.

—En ocasiones me pregunto cómo sabes tantas cosas —tartamudeó la joven—. Es como si ya hubieras estado en estos lugares.

Colemar infló el pecho, una sonrisa se dibujó en su semblante.

—Cuando lees mucho pues se podría decir que también viajas mucho —le respondió Colemar—. No soy de mundo, pero mi mente viaja por los distintos lugares del archipiélago gracias a los libros. Yo le llamo: Andanza de Letramundi a los viajes que hago en la librería.

Cuentos del viento marino: La ladrona de nombresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora