Cap 36: El juicio

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La joven, estaba sentada. Los barrotes frente a ella no la irritaban. Quizá porque llevaba algún tiempo hablando con ellos, contándoles los frenéticos momentos que pasó y el cómo había terminado ahí.

Le quitaron su candil, la capa rota y su broche de plata en donde guardaba su aguja. Uno de los guardias la vigilaba de manera veleidosa. Le daba una sensación de displicencia esa chica. Hablaba con cosas, hacía gestos complicados con las manos y veía desconcertada ese anillo.

Además de tener un aspecto extraño, su ojo verde se iluminaba, como si tratara de compensar el incoloro de su otro ojo, la mano de color verdoso con luminiscencia y gemas brillantes unidas con lo que ellos creían era plata y no había parado de llorar desde que la trajeron. A los guardias simplemente le parecía una loca, y desde que la trajeron al principado de Arainog hace diez días, todos pensaban lo mismo. Era una pobre niña enferma de la cabeza.

El sonido de una barra contra el hierro hizo que la joven levantara la cabeza.

—Despierta —dijo un guardia—. Ya es hora de tu juicio.

El guardia, se sacó su círculo de metal donde guardaba las llaves. Abrió la celda, y con un ademán, le indicó que se apresurara a salir.

Era de mañana. Las nubes se pintaban de color purpúreo, como si fueran algodones que absorbieron algo de pintura violeta. Se subieron en la montura del lomo de un lagarto largo, color dorado con una gran cresta en su cabeza. Y se puso en dos patas, como un rampante león en el fondo de un blasón, y corrió a gran velocidad sobre el agua. Sus patas se movían con la gracia y desenvoltura de un ave en pleno vuelo. Dejaba atrás de sí una estela de espuma, como lo hace una lancha a motor.

La joven, avizoraba las islas, cayos e islotes que componían aquel lugar. Algunas tenían ciudades costeras construidas unas sobre otras; otros islotes, simplemente contaban con una lujosa casa; unas tenían sobre ellas una abadía alta y hermosa con una punta de oro en la cima de su techo cónico, que brillaba a lo lejos contra el sol, como una estrella, y se veían faros enormes de un fuego que no paraba de brillar. Los farallones, eran usados para esculpir a los distintos príncipes y princesas que habían reinado en aquel lugar. Estaban esparcidos por todo ese archipiélago.

Ella no reconoció ninguna de las esculturas, excepto la de Colemar II: El príncipe poeta, y a la princesa Colemar VII: La princesa heroína que se narraba en las historias de: La Guerra de los Mares. Recordó la razón por la que existían aquellos archipiélagos. Cuando nacían gemelos en el linaje de los reyes, se tomaba al que había nacido de último, por qué según los médicos de la corte, ellos eran los que se habían formado primero, y por lo tanto, los mayores.

Para no perder el equilibrio en los Archipiélagos Meteoro, pues ambos hermanos querrían ser reyes y eso podría causar una guerra, se le entregaba al príncipe no heredero el principado de los Archipiélagos Arainog. Donde solo él gobernaría. Y si no nacían gemelos, el príncipe heredero, viajaría ahí para aprender a cómo gobernar.

Llegaron a una zona mareal. El lagarto, dejaba sus huellas debajo de la arena húmeda, lanzando generosas partículas por los aires con sus poderosas patas traseras. Hasta que su jinete le indicó que se detuviera en una lengua de tierra. Le ordenaron a la joven que se bajara y esta lo hizo.

Siguieron esa pasarela hasta que divisaron un castillo blanco de torres altas y una torre de homenaje en su centro. El castillo era una isla mareal. Se podía acceder a ella en bajamar por tierra, pero por las noches y tarde, en pleamar, únicamente se podría acceder a ella por barco o con lagartos de agua. Ya que la lengua de tierra desaparecía por las aguas.

Al entrar al castillo, el jinete, dejó al lagarto dorado en las caballerizas. Mientras uno de los guardias se llevaba a la chica hasta una antecámara.

Cuentos del viento marino: La ladrona de nombresWhere stories live. Discover now