Cap 35: Beastone (1/2)

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La proa del velero rompía la banquisa espesa del Mar Congelado, abriéndose paso. El barco dejaba atrás una serie de meandros con trozos de hielo, como si una serpiente gigantesca se hubiera deslizado cómodamente por encima de sus aguas.

La joven alzaba su aguja con cuidado entre las hileras del sol, enhebrándolas. Procuraba que los hilos dorados quedaran bien atrapados en el ojo de la aguja. No quería que se le soltaran. Los rayos son caprichosos, y se pueden escapar con facilidad, como agua que se escurre entre las manos.

Colemar, apuntaba cosas en su cuaderno. Miraba de soslayo a su amiga, espiando qué era lo que estaba haciendo. Desde que cruzaron el linde que separaba el Mar Congelado y el Mar del Titán, todas las mañanas, enarbolaba aquella aguja contra los rayos del sol. Él, no estaba muy seguro de lo que ella hacía, pero no se atrevía a preguntarle. Al igual que ella nunca le preguntaba qué era lo que él apuntaba tanto en su diario de viajes. Pero esa mañana, se atrevió a hablar.

Alzó su vista cerrando el diario y secó su plumín con un pañuelo. Guardó sus frascos con tinta, junto con el libro y la plumilla en su macuto de manera grácil y principesca. Se acercó a la joven, quien seguía de espaldas, concentrada en lo que estaba haciendo.

Se había acercado a damas de honor en el principado de los Archipiélagos Arainog para que le concedieran una pieza en los bailes de los solsticios. No tuvo miedo de pedirle un beso a la hija de un terrateniente en Sulgeip, la más grande de las islas, famosas por sus hombres despiadados, que estarían dispuestos a cortarle los labios incluso a un príncipe si se enteraban que habían deshonrado a su hija de ese modo.

Ese último era uno de sus secretos, pues se suponía que los príncipes no pueden dar su primer beso hasta el matrimonio. Regla que casi nadie cumplía; sin embargo, nunca se había sentido más nervioso que en el momento en que intentaba entablar una conversación con ella. Últimamente, tenía que fingir seguridad, aunque por dentro, se sentía nervioso.

—Hola —le dijo Colemar con una sonrisa y esbozando un ademán mientras se sentaba a su lado. Como el agradable zumbido de una abeja postrándose sobre una flor—. ¿Qué haces?

La joven volvió su cabeza. Sus cejas fruncidas indicaban lo concentrada que estaba. Su mano, seguía irguiendo la aguja.

—Enhebrando rayos del sol —dijo la joven con un tono de minuciosidad—. Tienen que ser matinales —aclaró, como una niña que les explica a sus padres cómo se juega un juego—. Solo estos pueden llenar por completo el ojo de la aguja, pues son pletóricos y están repletos de esa energía. Los de la tarde son muy potentes, muy gruesos —dijo ella, mientras fingía meter un hilo tan grande como cuerdas de barco en el ojo de su aguja—. Y los del crepúsculo vuelven a ser finos, pero están deshilachados por dar luz todo el día. Se pueden romper. Porque son los rayos menos potentes del día.

Colemar, la escrutó sin decir nada por unos instantes. Después de unos segundos, simplemente asintió.

—¿Y para qué los necesitas? —dijo Colemar, estirando su cuello para ver los hilos dorados.

—Oh, pues. Para costurarme una mano —dijo ella, con el tono que emplean las madres cuando sus hijos les preguntan qué es lo que están haciendo—. Creo que ya he juntado la suficiente como para hacerlo. Tengo que asegurarme que sea mucha, para que no se suelte.

—¿Una mano?

—Sí —dijo ella encogiéndose de hombros.

—¿Con qué?

—Con la tela de las auroras boreales —dijo ella, complacida del interés de Colemar—. Le pienso bordar estrellas vacías, sin nombre. Y usar hilos lunares para unirlas con vectores.

Colemar, se golpeó la frente, como si se diera cuenta de algo.

—Ahora sé por qué insististe tanto en pescar esos pequeños asteroides que cayeron al mar. Saliste temblando del frío para buscarlas en las aguas congeladas. —Los asteroides, en los archipiélagos, suelen ser estrellas a las cuales se ha descubierto su nombre. Caen al mar, vacías, pero con brillo—. ¿Piensas bordarte una constelación?

La joven asintió.

—La constelación que representa la runa de la valentía: una flor.

Colemar asintió con interés.

—¿Ese fue uno de los cuatro valores con los que te promesaste?

—Sí —respondió. Guardó silencio un momento, esperando que él siguiera hablando; sin embargo, Colemar, no dijo nada más.

El príncipe, no le había preguntado por qué escogió ese valor para adornar su mano, pues fue la amapola en donde ella había guardado el cumplido que él le había obsequiado.

A la mañana siguiente, la joven, se costuraba una mano, como si fuera una muñeca de trapo. Insertada la aguja por los reveses de la muñeca, daba puntadas largas y pacientes. Cuando finalizó, alzó la mano contra el sol y sonrió satisfecha. Se veía como un guante de encaje adornado con seis estrellas unidas con vectores de luz lunar formando un tallo y su flor en la punta.

—Se ve muy bien —dijo Colemar esbozando una sonrisa. Vio cómo un pájaro emprendía vuelo. Ambos lo observaron—. ¿Tendríamos que ir en sentido contrario para encontrar tierra o deberíamos seguirlo?

—Ninguna de las dos —dijo la joven—. Creo que es un charrán. Ellos vuelan largas distancias durante días. Del polo norte al sur.

—¿Un charrán? —preguntó Colemar—. Pensé que era un playerito blanco. Ya casi es invierno y creo que están migrando a partes más cálidas.

—Creo que ambas lo están haciendo —respondió ella—. No deberíamos seguirlas, a menos que queramos ir al corazón del archipiélago. —La joven guardó silencio por unos instantes, pensativa—. Colemar, ¿adónde van a ir ahora que el corazón del archipiélago está destruido? A los playeros blancos les llamábamos "bailarines de marea" en mi isla. Corrían en parvadas justo cuando rompían las olas y volvían a toda velocidad picoteando la arena cuando la mar se retiraba. Movían sus patas de manera muy graciosa. —La joven rio. Pero su mirada se perdió en esa ave hasta que se alejó lo suficiente como para ser únicamente una pequeña mancha en el cielo. Ella estiró su brazo, abriendo su palma, como si quisiera atraparla—. Espero volver a ver eso, Colemar. Quiero regresar a mi isla. Deseo pasear por la costa, hablar con el mar; volver a subir la ladera y ver a mi madre y hermanos; aspirar el aroma de la sopa de mamá y cuando lleguen las épocas del solsticio, bailar en la Fogata de Medianoche.

Colemar se ruborizó. En las épocas del solsticio de invierno y verano, únicamente aquellos que ya estaban comprometidos bailaban alrededor de la Gran Fogata.

—¿Piensas casarte? —dijo con la rapidez de un rayo el príncipe, en un susurro apenas perceptible.

—¿Cómo dices? —dijo la joven, como si se riera.

—¡Qué si ya lo encontraste! —se apresuró a decir Colemar—. Ya sabes, el rastro de palabras de Ten.

—Ah —dijo ella viendo a su alrededor—. Sí, creo que lo veo. Supongo que debemos seguir palabras y no pájaros.

—Dime por dónde. —Colemar se levantó, queriendo poner en dirección el velero. Lo hizo con brusquedad, como si buscara una excusa para tener la mente y las manos ocupadas.

La joven comenzó a tiritar. Se llevó las manos a los brazos, frotándolos para calentarse. El vaho empezó a salirle de la boca al respirar. Se levantó, canalizó una emoción de enojo y prendió el calentador de hierro.

—¿Estas bien? no es la...

Ella negó con la cabeza.

—No es la maldición, tranquilo —dijo ella con soltura—. Nos adentramos más en el Mar Congelado. Es normal. Ve en esa dirección. —Apuntó con un movimiento de su cabeza—. Sigue recto. Yo te diré cuando debes girar.

Colemar asintió. La joven se acurrucó al lado del calentador de hierro. Bajó su mirada y jugó con su anillo con el ceño fruncido. Una linea completamente recta se le dibujó en sus labios.

«A veces, siento como si se fuera a romper. Como un cristal al cual, poco a poco, le ejercen más presión», pensó mientras se adentraban en el Mar Congelado. 

Cuentos del viento marino: La ladrona de nombresWhere stories live. Discover now