Fábula III: La palabra que solo se puede decir una vez (3/3)

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El crepúsculo se volvió mañana. Nina estaba en el muro de fuego. Tenía sangre en sus manos. El cadáver de un hombre con una pala en su mano se encontraba al lado de ella. La niña lloraba. Se secaba las lágrimas. El sonido de pasos acercándose a ella se percibió.

—¿Qué te pasa pequeña? —dijo una voz.

La niña alzó la mirada con lágrimas. Se frotaba los ojos para secárselas.

—hice algo que no me gustó —dijo ella entre sollozos.

—¿Y qué hiciste?

—Maté a alguien —dijo la niña.

El hombre le secó las lágrimas. El hombre observó el cadáver que estaba al lado de ella. 

—Tranquila pequeña. Tú eres alguien especial entre las personas. Eres una Cambiaformas. Esa persona que mataste —dijo el hombre señalando el cadáver—. Era una mala persona. Esos piel oscura y cabellos negros mantienen este fuego incandescente vivo para que gente como yo no crucen. No quieren darnos de su comida, nos matan, quieren que vivamos en desgracia. Nuestro rey quiere remediar eso. Hacer el mundo un lugar algo más justo.

—¿No hice algo malo entonces?

—No corazón, claro que no. Mira. —El hombre se sacó un caballo de madera—. Un obsequio.

—El último unicornio —dijo Nina tomándolo—. ¿Dónde lo encontraste? Padre dijo que volvería con los demás unicornios.

—¿Tú padre dijo eso? Yo vi cómo lo arrojaba a este mismo fuego para ser consumido —dijo el hombre señalando la Línea de Fuego—. El unicornio me pedía a gritos: "Quiero volver a mi hogar, quiero volver a divertirme con mi dueña". No tuve más opción que ayudarlo.

—¿Padre hizo eso? —preguntó la niña.

—Sí, tu padre es una mala persona —dijo el hombre—. Mata a gente buena, no como tú, que mata a personas malas. Tu padre mata a individuos como yo. Personas buenas.

—No quiero volver a hacer eso, señor ¿usted puede ayudarme?

—Claro que sí, pequeña —dijo el hombre—. Solo dame tu nombre.

—Padre dice que no debo decirle mi nombre a extraños.

—Yo no soy extraño, soy amigo, te regresé juguete. Yo te diré el mío. Me llamo Hurón.

—Yo me llamo Nina.

—Nina —pronunció Hurón con un suspiro de satisfacción como si oliera algo—. Nina, ven conmigo, Nina. Tengo que enseñarte algo sobre tu padre.

Nina, como si una cadena la jalara desde su cuello, obedeció.



Flevata vio a Hurón del otro lado del muro de fuego. Bajó hasta él. Volvió a su forma humana

—Hurón —dijo Flevata agitado—. Hurón. Has visto a una niña de cabellos rojos. He volado por todas partes...

Hurón lo observó con fingida preocupación.

—Ahora que lo mencionas: Sí. En el coliseo. Dijeron que una niña de cabellos rojos se transformaba en un monstruo.

Flevata voló a toda prisa al coliseo. Y Hurón sonrió con malicia.

Cuando Flevata había llegado, vio en la arena al rey del otro lado del mundo, sujetaba con gentileza a la hija de Flevata.

—Oh, Flevata —dijo Morsa—. Que gusto verte. Ella es Nina —dijo el hombre con una mirada que reflejaba poder.

Flevata la atisbó con sorpresa.

«Tiene poder sobre ella, le dijo su nombre», pensó Flevata.

—Pequeña Nina, no le hables a tu padre, ve con Hurón —le dijo a Nina, ella obedeció. Corrió en dirección a Hurón tomándole de la mano—. Un placer conocerlo señor...

—¿Qué quiere que haga? —dijo Flevata interrumpiéndolo—. Dejémonos de tonterías. Dígame sus condiciones. 

—Dame tu nombre. Tu nombre de Cambiaformas.

Y Flevata recordó que un Cambiaformas jamás revela su nombre a menos que algo más importante que su vida esté en juego. Cerró los ojos con amargura.

—Grien —dijo Flevata con las palmas abiertas.

—Grien, ¿eh? —Flevata sintió cómo era jalado por una correa invisible cuando se pronunció su nombre—. Verás, Grien. Te necesito. Pero no de la forma en que crees. ¿Cómo piensas que se puede comprar la lealtad de alguien?

—No tengo idea —dijo Flevata—. Intimidándolo, supongo.

—Mal —dijo Morsa—. Eso es más miedo que otra cosa. En cuanto el temor se esfume ten por seguro que la lealtad se perderá. Un perro no es fiel por qué tenga miedo. Es por qué sabe que lo puedes cuidar. Cuando cuidas al perro más pequeño, cuando crezca, él te protegerá a ti. Pero debes separarlo de su madre antes...

—¿Qué pretendes? —preguntó Flevata. 

Morsa rio

—Ya lo entenderás... por ahora. Grien, te ordeno que te ocultes en el hipogeo del coliseo. Abre esa trampilla.



Y así fue como me encerraron durante tres meses. Tenía hambre, como era obvio, perdía gran parte del tiempo control sobre mí. Era todavía peor en luna llena. Fui un león enjaulado sin que lo dejaran comer. Un día, Morsa bajó a la fosa en donde me tenían encadenado.

—Hoy pelearás —me dijo Morsa—. Grien.

Y se fue sin decirme una sola palabra más. 

La verdad es que estaba más ansioso que otra cosa. Y más por qué sería luna llena. Al salir a la arena. Vi a Morsa junto con Nina en un podio. Se le veía contenta y sana, y dentro de lo que cabe eso era lo único que me importaba. El coliseo estaba lleno.

Cuál fue mi sorpresa al ver a mi oponente. Vi el pálido rostro de Ecra. Tenía el semblante delgado y tembloroso. Me dieron ganas de llorar. Pero vi el cielo y el ojo acusador que me había visto aquella noche cuando la conocí estaba ahí. Vigilándome.

Grien tomó posesión sobre mí. Me resistí lo mejor que pude. Creo que fueron las lágrimas de Ecra lo que me hizo resistirme tanto. O quizá fue la mirada confundida de Nina al ver cómo su padre se resistía a atacar a su madre.

Mi mirada estaba completamente roja. Sabía que no podía resistir por más tiempo. En un momento. Grien tomó posesión completa de mí. Se arrojó como un lobo hambriento a la cara de Ecra. Le desfiguré el rostro, me comí su carne. Gritaba en mi interior. Le rogaba a Grien por qué no lo hiciera. Intenté que recordara esos momentos debajo del árbol, cuando Ecra nos enseñó la belleza de las palabras, cuando empezamos a sentir cosas por ella, cuando el amor había superado el hambre, cuando le robé ese primer beso, cuando pronuncié la palabra que solo se dice una vez.

Entre los borbotones de sangre, logré percibir la intención de Ecra de balbucear algo, siempre me pregunté qué palabras había utilizado para maldecirme. Hasta que un día, el día en que abandoné el nombre de Flevata, supe lo que me había dicho. Únicamente Grien lo podía escuchar, por qué él había tomado posesión de mí.

Si puedo ser honesto, me entristece más saber que la última palabra que intentó pronunciar. No con sus manos, si no con ese balbuceo que tanto amaba cuando intentaba pronunciar, no fue una maldición hacia mí... si no la palabra de amor que solo los amantes pueden decirse: "Latux... Latux Flevata."



Flevata observó a Arginan con lágrimas en sus ojos. Colemar y la joven sin nombre sintieron un profundo peso en su pecho. Ese dolor pequeño que te hace comprobar que aun tienes corazón.

Abrazaron a Flevata y lloraron con él.

—Ni siquiera tengo un retrato de ella —dijo Flevata entre sollozos—. Solo vive en mis recuerdos, ya ni siquiera sé cómo se veía. 

Cuentos del viento marino: La ladrona de nombresWhere stories live. Discover now