01. Columpiándome por la jungla estudiantil (I)

55.5K 4.5K 1.7K
                                    

Por aquel entonces el sentido común todavía regía mi vida y, aunque no tardaría en abandonarla a toda velocidad, lo hizo dejando tras de sí un pequeño obsequio: Un suspenso como una catedral de grande en el examen del día siguiente.

Como he dicho, nada fuera de lo normal. Podría pasarle a cualquiera por un motivo u otro y mis razones en concreto se sostenían sobre dos pilares:

Para empezar, los ejercicios de aquella prueba de matemáticas eran un jeroglífico compuesto por más letras que números cuya resolución escapaba a mi entendimiento. Por supuesto, no era nada fuera del currículum habitual del curso, se suponía que a esas alturas toda adolescente de dieciséis años con una inteligencia en la media debía saber resolver esas fórmulas, inecuaciones y demás peripecias allí escritas, no obstante, yo todavía estaba esperando una respuesta convincente a la primera pregunta que le había realizado al profesor encargado de impartir la materia:

—¿Para qué me va a servir lo que me enseña en la vida real?

Su poco convincente respuesta había sido:

—Para aprobar el examen y pasar al siguiente tema.

Como no podría ser menos, había empleado toda la motivación que dicha frase me había dado a la hora de estudiar ¿Hace falta decir que ninguna? Pues eso, ninguna. Ya me arrepentiría si de repente me aparecía un tío por la espalda, pistola en mano, y me gritaba «¡Eh! ¡Tú! Resuélveme esta inecuación o te meto un tiro».

Dejando las ironías al margen, la segunda semilla de mi inminente suspenso resultaba tanto o más personal: Aquel día no me apetecía ni un poco escribir en la cabecera del folio el estúpido apellido que seguía a mi nombre, una omisión eliminatoria.

Sí, suena tan tonto como lo era en realidad. Todo el mundo esperaba que, siendo huérfana de padres desconocidos, una se acostumbrase al apellido temporal al azar que ponían en su partida de nacimiento mientras esperaba a que alguna familia la adoptase y le impusiera el suyo. No obstante, para mí aquel conjunto de letras era como una chincheta guardada en mi bolsillo que, de vez en cuando, me pinchaba y apetecía lanzar tan lejos como fuera posible.

De todos modos iba a sacar un cero más redondo que trazado con compás de alta precisión, para qué molestarme escribiendo más de la cuenta.

Así pues, conociendo mi nota de antemano y habiendo resuelto en tres minutos una prueba que debería haber guillotinado tres horas de mi vida, me dispuse a abandonar el aula.

Unos cuantos pares de ojos se levantaron para ver quién aceptaba su suspenso de forma voluntaria entregando tan temprano. Las demás cabezas continuaban gachas, divididas entre la mayoría que se devanaba los sesos en busca de un modo de atacar su prueba con el escaso conocimiento recibido en horas lectivas y quienes demostraban una mayor soltura adquirida en clases particulares privadas recibidas fuera del horario lectivo.

El culpable de aquella ola de ignorancia casi general mantenía los ojos pegados a la pantalla de su smartphone mientras se apoyaba en el escritorio desde el que debería controlar la prueba.

Aquel profesor novel había llegado el primer día de curso con sus pintas de alguien recién salido de la discoteca (tupé engominado, traje de mala calidad con la camisa de fuera y corbata mal colocada), la creencia de que haber visto El Club de los Poetas Muertos lo convertía en un gran pedagogo y la promesa al aire de que, por todavía rondar la veintena, se llevaría de maravilla con todos sus alumnos.

El resultado final había sido un tipo que no impondría respeto ni a tiros y parecía conformarse con soportar las horas diarias de clase en lugar de cumplir con lo que se espera de un tutor con verdadera vocación. Eso sí, a final de mes, su salario debía estar ingresado en la cuenta bancaria correspondiente sin falta ni retraso, que para eso nos aguantaba.

Ni se molestó en levantar la mirada de la pantalla cuando me acerqué a su mesa y dejé mi examen sobre ella. Tal vez estaba demasiado concentrado en sus importantísimos asuntos o le daba igual. Total, ¿qué me iba a decir? Viniendo de él, nada a lo que fuera a prestar un ápice de interés.

Me coloqué la mochila sobre el hombro sin molestarme en ocultar el desdén reflejado en mis ojos marrones. En cambio, sí lo hice al colocarme la capucha de mi cazadora antes de salir al pasillo. No me apetecía perder el tiempo con quemaduras al saltar de la sartén a las brasas.

Y es que, si una clase es una dictadura del profesorado en la que éste impone sus normas mientras los sediciosos alumnos han de conformarse con mascullar entre dientes, los pasillos del instituto son como una jungla anárquica donde cada cual escoge su grupo (cuando puede) y todos chocan contra todos ante la más mínima provocación en pos de sus propios intereses.

Tal vez, en algún mundo utópico, la totalidad del alumnado estaría dando lo mejor de sí durante la semana de pruebas evaluatorias, lo cual se traduciría en unos pasillos más vacíos que el estómago de una top model. Por supuesto, aquel no era mi mundo, y en aquel momento los corredores del centro estaban salpicados por múltiples grupos de adolescentes que compartían mis posibilidades de aprobar (es decir, pocas o ninguna). A la mayoría tampoco nos importaba demasiado, todo sea dicho.

Serpenteé entre esos grupitos que poblaban los largos pasillos iluminados por mortecinas lámparas halógenas. Caminé silenciosa rodeada de deprimentes paredes pintadas de colores apagados y surcadas por cenefas que intercalaban puertas y taquillas. Pasar desapercibida se me daba bien (mientras mantuviese la boca cerrada). Además, era más fácil cuanta más gente hubiera alrededor.

No tardé en encontrar el armarito de metal grisáceo que guardaba mis cosas. El candado se abrió sin rechistar ante la combinación que me habían facilitado junto a mi carnet de estudiante, pero la vieja puerta, oxidada, abollada y cansada tras el paso de las décadas y los múltiples usuarios, no cedió con tanta facilidad.

Di un par de tirones, que retumbaron como el intento desesperado de un preso por derribar los barrotes que lo privan de la ansiada libertad. Un gesto inútil pese al escándalo provocado.

Volví a intentarlo, por pura cabezonería. Por supuesto, obtuve el mismo resultado, aunque también un efecto secundario que ni la mejor medicina del mercado podía curar: Jessica Owens y su inseparable séquito de perras falderas habían posado sus ojos en mí.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now