04. Miradas que derriten (I)

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Pese a la desaparición de la sombra (o como narices se llamase), todavía no me sentía a salvo. Atónita, observé desde la distancia como el chico con el peor problema de halitosis que había visto jamás se agachaba para recoger sus "runas" y jugueteaba con ellas lanzándolas al aire antes de atraparlas de nuevo con gesto victorioso.

—Eso le enseñará a no meterse con un dragón —sentenció antes de guardarlas.

Comenzó entonces a caminar en mi dirección. Mientras él avanzaba entre los restos de su exagerada exhibición pirotécnica la lumbre irradiada por estos y la ausencia de otras amenazas aparentes a mi vida me permitieron observarlo con detalle:

Su aspecto era más propio de un sueño que de la pesadilla a mi alrededor. 

Bajo la casaca abierta, decorada (cómo no) con motivos flamígeros anaranjados  aquí y allá, se dejaba entrever una camisa blanca de corte ajustado que insinuaba los músculos de un cuerpo delgado y trabajado, casi sacado de los típicos anuncios de perfumes en televisión. Dos gruesos cinturones recubiertos de pequeños bolsillos protegidos por placas metálicas se cruzaban sobre su cintura. Sujetaban unos pantalones de estilo vaquero cuya tela no logré identificar, que a su vez descendían hasta cubrir unas botas de un cuero tanto o más extraño.

Si bien tal conjunto chirriaba bastante en pleno Siglo XXI, de ningún modo podías decir que le quedaba mal. Todo lo contrario, hacía resaltar el atractivo de su rostro. Uno, por cierto, que tuve cerca antes de darme cuenta, pues mientras yo me quedaba absorta él se había acercado al contenedor que me ocultaba.

Los rasgos afilados que lo esculpían armonizaban a la perfección con el bronceado natural de su piel. Labios estrechos y una nariz fina daban paso a los dueños absolutos de tal escenario, unos ojos del color rojo más intenso que había visto en mi vida (un tono escarlata eléctrico más propio de una lámpara de lava). Y, para rematar el espectáculo, entre los densos y alborotados mechones de su cabello castaño todavía relucían, aunque ahora con menor intensidad, aquellas hebras que había visto entrar en erupción mientras peleaba.

Compararlo con cualquier otro chico de los que guardaba archivados en mi memoria sería como poner un orco frente a un dios griego. No había color.

—¿Estás bien? —Preguntó conforme me tendía la mano con el semblante amable del bombero que rescata a una niña del fondo de un pozo.

Todavía estaba tratando de asimilar su presencia y considerando si era prudente aceptar una mano que había visto arder como un polvorín el 4 de Julio  cuando otra sorpresa goteó sobre ambos:

Una gruesa gota de metal fundido se desprendió desde los restos de una de las escaleras colgantes afectadas por la llamarada inicial y cayó sobre su sien.

Di un respingo horrorizada conforme el líquido al rojo le bajaba por el pómulo hasta caer silbando sobre la acera. En su recorrido dejó al descubierto lo que yo temía que fuera una escena gore de desfiguración, mas terminó siendo otro asunto completamente diferente: En lugar de una herida truculenta o cauterizada, bajo su piel se dejó ver tímidamente una tira de gruesas escamas bermellón antes de que el tejido se cerrase de nuevo como por arte de magia.

El afectado, por su parte, ni tan siquiera parecía ser consciente de seguir encadenando imposibilidades conforme respiraba, pues insistió en su ofrecimiento:

—Tranquila —Un juego de dientes blancos como perlas salieron a la tenue luz del lugar junto a aquella palabra, presumiendo un par de colmillos extra en su mandíbula superior—. Es normal que estés asustada si nunca has visto un dragón antes. No voy a hacerte daño.

¿Asustada yo? Al margen de lo acertado de esa afirmación no pensaba permitir que me siguiera  viendo de manera condescendiente. Tenía un par de cosas que decir al respecto, sobre todo de aquella palabra que ya había repetido dos veces:

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now