26. Garantía expirada (II)

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¿Qué mejor lugar para destruir algo que el infierno? Porque eso era Ontología para mí.

A pesar de no tener ningún problema con Angelica Silvers, su Esfera de Aislamiento constituía mi vía crucis particular. Verte privada de tus sentidos en su interior no tenía ni pizca de gracia, me atrevería incluso a tildarlo como una forma imaginativa de tortura:

La ausencia total de sonido, más digna de una cámara anecoica perfecta que de una sordera transitoria, imponía una carga mental suficiente para arrastrar a cualquiera hacia la locura. No ver nada resultaría un descanso para la vista durante unos instantes, pero era fácil perderse a una misma en la oscuridad absoluta. El horror campaba a sus anchas cuando no tenías a tu disposición el sentido del tacto y por extensión, el dolor no avisaba al cerebro de los daños que tú misma te provocabas al intentar encontrarte. Incluso el olfato, el más emocional e infravalorado de los sentidos, o el gusto, tan fácil de ignorar cuando no se está comiendo, habrían sido hermosas tablas de salvación en aquel lugar vacío e insensible.

Era una de esas experiencias que no podían entenderse por completo hasta que se vivían. Y yo lo hacía una vez al día, o más cuando me sentía especialmente obstinada.

Por desgracia, el resultado continuó sin ser el esperado: Para empezar, erré de pleno el objetivo del ejercicio. Se suponía que servía para poder sentir la energía existencial en mi interior, pero eso nunca pasó. Lo que sí obtuve fue un buen cúmulo de pesadillas relacionadas con aquella clase y unos ataques de pánico recurrentes que recortaron de forma considerable mi tiempo en el interior de la esfera.

Fue precisamente tras uno de esos ataques cuando expiró la garantía de tranquilidad ofrecida por Sydonai Weissman.

Sufría los efectos de mi segunda intentona del día: tenía la cabeza a punto de estallarme, el corazón a mil por hora, cada uno de mis músculos agarrotados, los pulmones encogidos y un grito encerrado por pura fuerza de voluntad en la garganta. Además, como mis piernas llevaban un rato temblando, estaba sentada en el suelo, apoyándome contra el escritorio de Angie.

Bajo la tenue luz del lugar, la siempre elegante profesora leía tranquilamente los resultados reflejados por su magia una vez convertida esta en una hoja más del tomo que sostenía:

—Estás empeorando —dictaminó—. En lugar de dejar la mente en blanco la llenas de temor y eso tiene consecuencias.

—¿En serio? —Contesté airada— No me digas —Carecía de la fuerza necesaria para camuflar mi disgusto.

—El miedo es bueno, sirve para preservar la vida —replicó ella en tono conciliador, sin la más mínima ofensa en él—. Pero debes saber ignorarlo cuando lo único que hace es impedirte avanzar.

—Me lo has dicho mil veces y no avanzamos ¿Estás segura de que no hay otro modo?

—Los hay, pero o son mucho más lentos o implican riesgos que ni tu padre ni yo estamos dispuestos a aceptar.

—¿Y esto no es arriesgado?

No sólo por mi estado. A juzgar por alguna mirada que otra, los demás alumnos comenzaban a sentir cierta intriga ante el hecho de que mi esfera de entrenamiento ocultase siempre su interior y yo saliera de ella dando la impresión de haber estado peleando mano a mano contra una horda de zombies hambrientos.

Tal y como el director de la academia había dicho, en ocasiones escuchaba algún que otro murmullo sobre mi origen (Alguien preguntándole a otro si había oído hablar de esa amante de Weissman que se suponía era mi madre o extrañándose ante el hecho de que una miembro del Clan Blanco no usara la magia por tal o para cual asunto), pero nada más allá. No me importaba lo que pensaran de mí, por eso había dejado los rumores crecer sin meterme en el tema. Aunque no tardaría en darme cuenta del precio de dicho error, porque estaba a punto de pagarlo.

Con el sonar de la campanada que señalaba el fin de hora di la discusión con Angie por imposible e hice un esfuerzo a regañadientes para levantarme. Solía asistir a Ontología en la hora anterior al descanso, pues las secuelas de mi estancia en la Esfera de Aislamiento (desde estrés mental a agotamiento físico, náuseas, vómitos e incluso heridas en alguna ocasión) requerían de una buena comilona para aliviarlas.

Quizá fuera por dichas secuelas o por simple despiste, pero no le di importancia a que Marina, la semidiosa aspirante al trono de Poseidón, esperase pacientemente junto a la puerta de salida del aula. Debí haberlo hecho, sobre todo por la forma en que me miraba, la sonrisa de Grinch en sus labios más amplia a cada paso dado en su dirección, o al menos por el curioso hecho de que los demás alumnos evitaran pasar a su lado.

¡La trampa era tan evidente que sólo le faltaba un cartel de neon con una flecha gigante! ¿A quién iba a esperar alguien que se creía dueña y señora de todo cuanto pisaba?

Pero yo tan sólo pensaba en llegar al comedor, en reponer fuerzas tras otro fracaso más. Por ello no fui consciente de mi error hasta que pasé junto a ella y todo se derrumbó bajo mis pies.

— ¿Ocurre algo? —Susurró Marina, helándome la sangre— Pareces una rata ahogándose.

Mis indicadores de peligro mentales se iluminaron como la más salvaje de las discotecas. Demasiado tarde.

Comencé a ver borroso y una sensación de ardor repentina me inundó los ojos, incitándome a cerrarlos. Los oídos se me taponaron sin aparente motivo mientras sentía que algo apretaba cada centímetro de mi piel y la ropa se me pegaba al cuerpo.

Presa de la sorpresa, abrí la boca. Error monumental. Algo sin identificar invadió su interior y se precipitó sin vacilación hacia mis pulmones. Tosí como acto reflejo, mas no logré nada con ello. En lugar de contraerme sobre mí misma, mis deportivas se despegaron del suelo y quedé flotando en algún tipo de ambiente ingrávido inversamente proporcional al inmenso peso invisible que sentía sobre mí.

¿Qué diablos estaba ocurriendo? Daba la impresión de que me estuviese ahogando en el mar o algo así, aunque yo no veía nada.

Entonces me llegó su voz distorsionada, de la misma forma en que lo haría a través de un líquido:

—¿Te importaría no poner tus pies en mi éter, Weiss? —hablaba la semidiosa a mi lado, asegurándose de elevar todavía más el tono al pronunciar mi apellido.

Abrí cuanto pude los ojos a pesar del escozor, acusando con rabia a Marina. No se estaba dirigiendo tan sólo a mí, hablaba de cara a la galería de alumnos pendientes de nosotras.

Hasta mi desconcertado cerebro sabía sumar dos y dos tras sus palabras:

Me la había jugado. No tenía la sensación de estarme ahogando, lo estaba haciendo.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now