00. Las cuatro paredes de siempre (I)

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Empecemos mi rocambolesca narración por el más tópico de los asuntos que pusieron en marcha todo este desmadre: Una huérfana siendo adoptada, obligada a sonreír y sacarse multitud de fotos para conmemorar el momento en que abandonaba el único hogar que había conocido hasta entonces.

Un espectáculo del que no me apetecía tomar parte, menos aún si esa imagen sería automáticamente expuesta en Internet asegurando ser uno de los momentos más felices de su vida pues, por fortuna o por desgracia, no era yo quien fingía nerviosa una sonrisa mientras se apretaba entre dos adultos vestidos con trajes alquilados, sino mi antigua compañera de cuarto. Que ella recorriese una escalera al cielo o una autopista al infierno había dejado de ser mi problema en cuanto sus nuevos padres adoptivos habían transferido el pago requerido y firmado los papeles de turno.

Para quitarme su mirada perdida de la cabeza lancé hacia las nubes el avión de papel que había estado moldeando de forma distraída hasta entonces. El juguete improvisado abandonó mi mano antes de trazar un veloz rizo en el aire y planear sobre las calles bañadas por el atardecer del barrio de Williamsburg. Lo observé perderse en dirección a la isla de Manhattan, pero no le di más importancia de la que merecía.

La azotea del Centro de Acogida Saint George ofrecía una buena vista panorámica del núcleo de «La ciudad que nunca duerme», al otro lado del río. Desde allí casi se podían distinguir los latidos del corazón de la gran urbe, bombeando indiferente las vidas y deseos de sus habitantes a modo de simple combustible con el que seguir creciendo.

Estaba arrancando otra hoja de un cuaderno cercano para darle forma a mi siguiente proyectil cuando la puerta de acceso a unos metros de mí se abrió de golpe:

—¡Diana! —gritó una voz tan poco acostumbrada a sonar alto que tosió tras hacerlo.

—¿A qué viene tanta prisa, Alva? —Pregunté a su dueña, quien había pasado a ser mi única compañera de cuarto.

No dejé de hacer dobleces sobre el papel por muy apurada que se la notase, tanta prisa en ella sólo podía deberse a un asunto:

—Bernie... —se interrumpió a sí misma para coger aire tras acercase corriendo hasta donde estaba— Bernie se va.

—No —señalé con la incipiente punta de mi nuevo avión—. Bernie se ha ido.

Ella se inclinó incrédula sobre el pequeño muro donde estaba yo sentada para mirar en la dirección que le indicaba. Los nuevos candidatos a familia feliz más popular de internet acababan de torcer la esquina con su vacilante hija siguiéndolos a unos pasos de distancia.

—Todavía podemos alcanzarla —la escuché sollozar—. Todavía...

Al acercarse para ver mejor pude apreciar la humedad en los puños de su desgastado chándal y las enormes bolsas bajo los ojos que apenas lograba ocultar tras su largo flequillo despeinado.

De las tres, Bernadetta era el incorregible manojo de nervios y Alva la emocional, lo cual equivalía a decir que mi papel más habitual consistía en ejercer de mástil que permitiese la navegación de nuestro pequeño barco en lugar de dejarlo hundirse entre intermitentes mares de lágrimas. Así había sido durante los cinco últimos años de nuestras vidas, aunque a partir de entonces nos tocaría afrontar algunos cambios.

—No le pongas las cosas más difíciles —suspiré mientras volvía a armar el brazo—. Si depende de mí, espero no tener que volver a verla por aquí.

La peor elección de palabras posible, lo sé. Tan sinceras como inadecuadas.

—¿Pues sabes qué depende de mí? —se echó hacia atrás enfadada al verme lanzar mi avión con cierta indiferencia— ¡El destino de estas tijeras! Y creo que Fort sabrá agradecerlas más que tú.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora