00. Las cuatro paredes de siempre (II)

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Tras dejar los utensilios de limpieza en su cuartucho correspondiente nos dirigimos al nuestro. Al llegar allí no pude evitar mirar de reojo las pequeñas placas identificadoras al lado de la puerta. Aquella misma mañana todavía había tres, con el nombre de quienes convivíamos bajo aquel techo junto al escudo del dragón alanceado por San Jorge, ahora sólo quedaban dos.

Quien no había digerido por completo el significado de dicha ausencia era Alva, pues se quedó lívida en el umbral de la puerta nada más abrirla. Dentro seguían estando las mismas cuatro paredes estrechas de siempre, sin embargo, la ausencia de Bernie o cualquier mínimo rastro de su existencia las hacían parecer más desoladoras que nunca. Faltaban su mochila verde césped entre las nuestras, el zoológico de peluches remendados sobre su cama y, sobre todo, faltaba ella.

Centrándome en el presente en lugar del pasado, le di un suave empujoncito a mi acompañante para poder entrar y cerrar la única ventana del cuarto. Las ventanas de esa parte del edificio daban de frente a la fachada del bloque contiguo, así que la luz sólo solía colarse a través de ellas a mediodía, pero a esa hora me preocupaba más el frío. La habitación ya se había ventilado bastante y no hacían falta elementos externos para enfriar más el ambiente.

Alva terminó pasando tras un rato, con pasos vacilantes como si se adentrase en territorio desconocido. Yo opté por subirme a la cama del medio de la litera que compartíamos para dejarla acostumbrarse a su modo.

No tenía mucho con que entretenerme, mis pertenencias se limitaban a algo de ropa en el armario (casi toda de segunda mano), el material escolar obligatorio y un smartphone prestado con la intención de estar localizable en todo momento (el cual solía usar a modo de mp3). Cualquier otro día habría desaparecido escaleras abajo para dar una vuelta saltándome el toque de queda, pero faltaba poco para la cena y acababan de verme con Alva, así que no podía permitírmelo.

En su lugar me tumbé bocarriba y me puse a contar la multitud de marcas que surcaban uno de los tablones encargados de sostener el colchón desocupado sobre mi cabeza. Cada una simbolizaba un día y las había hecho todas para irlas tachando al más puro estilo carcelario desde el momento en que había comenzado a aceptarme tal y como era.

—Cuatrocientas diecinueve más hasta los dieciocho, ¿no? —preguntaron a mi lado.

Alva se había sentado en el viejo escritorio que usábamos para estudiar y se había recogido el pelo con intención de ponerse a hincar los codos, tal y como le habían ordenado. Sin embargo, no había encendido el viejo ordenador que parecía a punto de implosionar cada vez que lo poníamos en marcha, sino que, incapaz de concentrarse en su tarea, no tardó en girarse hacia mí.

—Y entonces seré libre... —susurré con cierto anhelo.

—Me esperarás, ¿no? —preguntó dubitativa, tendiéndome de vuelta mis tijeras a modo de ofrenda de paz.

Tan sólo tuve que estirar un poco el brazo para alcanzarlas, ventajas de vivir en un cuchitril.

—Tú podrías salir antes si vivieses algo menos en todas esas novelas que lees y más en el mundo real.

Crecer en un centro de acogida implicaba que, de tanto en cuanto, aparecía alguien intentando averiguar si eras un buen complemento para su estilo de vida. En algunos casos, incluso te llevaban una temporada a su casa para comprobar si todo funcionaba a su gusto y, de no ser así, te devolvían cual producto defectuoso.

En mi caso, bastaba con echar un vistazo a mi extenso historial disciplinario o hacerme un par de preguntas para espantar a cualquiera, pero no en el suyo. Una chica responsable, tímida y estudiosa como Alva representaba toda una ganga para esos aspirantes a padres que querían saltarse unos cuantos pasos en el proceso de paternidad, sin embargo, siempre acababa regresando a mi cuarto y yo tenía mis teorías muy claras acerca de por qué lo hacía.

—¿Cómo podría soportar el mundo real si no me escapase a otros de vez en cuando? —soltó su coletilla habitual— ¿O cómo iba a saber si Kevin Flint es un ángel guardián bajado del Cielo?

Casi me pego un cabezazo contra la litera de arriba al escucharla pronunciar ese nombre:

—¿Flint? —exclamé tras repasar mi escasa lista de conocidos con dicho apellido— ¿El del equipo de fútbol?

—¿Claro! —saltó ella en la silla con los ojos brillando— ¿Tú lo has visto? Es tan guapo que no puede ser de este mundo... y sólo tiene un año más que yo.

Podría pensarse que una chica de quince años capaz de gastarse su asignación mensual en libros más gruesos que mis brazos sería una persona relativamente madura en ciertos asuntos. No una experta, claro, pero al menos se esperaría que sacase alguna lección de la insufrible cantidad de horas que ella dedicaba a leer y hablar del tema. Alva, en cambio, se pasaba la vida proyectando los elementos más fantasiosos de sus lecturas sobre el mundo real, algo preocupante hasta para mí.

—Su estupidez sí que no es de este mundo —juzgué sin intención alguna de suavizar mis palabras.

Conocía sus gustos tanto como ella los míos, lo cual no significaba que tuviera que compartirlos ni, mucho menos, dejar de señalarle lo obvio:

—¿Estás celosa? —me guiñó el ojo— ¿No eres tú la que siempre me dice que no juzgue un libro por su portada?

Tenía razón. Solía decirle esa frase cada vez que se encaprichaba de alguna edición coleccionista de diseño llamativo y me veía obligada a arrastrarla pataleando hasta el Saint George, pues pretendía comprarla a cualquier precio pese a su escaso poder adquisitivo.

—¿Sabes tú lo que hay más allá de su portada? —Intenté razonar con ella igual que lo hacía en aquellas ocasiones— Jamás te he visto hablar con él.

—Podría hacerlo si me lo propusiera —se mintió a sí misma, estaba segura de que se desmayaría antes de conseguir articular dos vocablos con sentido frente a alguien así— Tal vez hablemos este fin de semana, en la fiesta.

—Fiesta a la que no estás invitada —le recordé.

—Pero podría estarlo —siguió insistiendo— ¿Quién te dice que no la utiliza como excusa para conocer a una chica como yo y llevarla a un mundo de ensueño?

—Mi sentido común.

Su mirada ofendida atravesó los cristales de sus gafas hasta rebotar inofensiva sobre mí:

—Menos mal que te conozco mejor que nadie —aseguró entonces—, porque si no creería que tu corazón está hecho de hielo.

—¿De hielo? —reí— ¿Por preferir encontrar yo misma las respuestas a mis problemas en vez de esperar a que otro me los solucione?

—¿Ah, sí? —se levantó Alva poniendo los brazos en jarra— ¿Acaso lanzar tus avioncitos te va a dar alguna respuesta útil de cara al examen de mañana?

Escucharla mencionar el asunto me recordó que me había acostado sobre mi cuaderno. Arqueé la espalda para sacarlo de entre mi ropa y lo lancé al otro lado de la habitación con desprecio, haciéndolo aletear caóticamente en su trayectoria hasta dar de lleno contra la pared y caer sobre el escritorio.

—¿Quién sabe? Los estaba haciendo con mis apuntes del tema.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now