29. Bailando con cuchillos (I)

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En una pelea callejera, al margen de reglas y leyes, despistarte suele significar acabar con una puñalada bajo las costillas. Con tantos disparates mágicos y asuntos molestos pendiendo de un hilo había dejado de prestar atención una vez más a algo tan sencillo como eso. 

La consecuencia lógica fue, por supuesto, un cuchillo de veinte centímetros alojado en el abdomen. Me encogí sobre mí misma al notarlo morder mi carne y me dejé caer resollando sobre el implacable suelo del aula de Artes Marciales. Para otros alumnos desfallecer sobre aquella superficie lisa y fría hería más el orgullo que la carne, no era mi caso.

Mientras dejaba los músculos agarrotados descansar y el sudor escapar de mi cuerpo, la mano de mi agresora se acercó al mango de su arma y la retiró con un solo movimiento, sin contemplaciones.

—Esp- —traté de pedirle un segundo para prepararme.

Sin embargo, antes de terminar la palabra, Nikuya Muramasa recuperó la hoja de su aikuchi.. Sobre el pequeño puñal sin guardia no fluía ni una gota de sangre, como tampoco lo hacía de la inexistente herida en mi cuerpo.

—Si no entrenásemos con filos fantasma esta sería tu vigésimo séptima muerte —contabilizó.

—Tampoco hace falta llevar la cuenta —protesté mientras me llevaba la mano al lateral adormecido del abdomen y observaba el creciente enjambre de agujeros en mi camisa.

Gracias a las runas del hechizo Filo Fantasma, grabado por Nayra Mykene en todas las armas del particular coliseo donde impartía su asignatura, no existía peligro alguno para la vida aunque practicáramos con utensilios potencialmente mortales. Ya fueran una espada o un bastón, las distintas armas impactarían como les correspondía, incluso atravesando el cuerpo de su objetivo si el golpe era certero, pero no causarían daños en él; en su lugar, sustituían las heridas y el dolor por un pinchazo leve acompañado de cierto adormecimiento en la zona afectada.

Eso sí, tras veintisiete "muertes" las molestias acumuladas pesaban lo suyo. No podía decirse lo mismo de mi compañera de entrenamiento, a quien apenas había logrado alcanzar con algún corte superficial que otro, pero cuya chaqueta de aviador del imperio japonés no lucía un solo rasguño.

—¿Quién me mandaría aceptar recibir lecciones de un cuchillo viviente? —Suspiré mientras me incorporaba.

Porque por muy humana que se viera y extraño que pudiera sonar, Nikuya Muramasa era un cuchillo. Bueno, ella se refería a los de su especie como tsukumogamis: objetos creados mediante magia y artesanía que habían desarrollado consciencia a lo largo de su existencia.

¿Cómo nos habíamos conocido? Pues tiene gracia: Durante mis primeros días en la asignatura había optado por el cuchillo como arma a dominar para cerrarle la boca a Nayra e intentar que me diese clase. 

¿Por qué había escogido el cuchillo? Sencillamente porque era el único elemento de todo el inmenso armero con el que tenía cierta experiencia, si bien cocinar y pelear se parecían lo que una gallina a un T-Rex.

El resultado no había sido nada sorprendente, al no tener la más mínima idea del asunto había comenzado blandir el cuchillo de forma tan estúpida y temeraria que no había tardado en ofender a Nikuya, quien se ofreció a enseñarme unas cuantas lecciones a cambio de que practicase con ella. 

Dentro de los tsukumogamis, las hojas forjadas por el Clan Muramasa como ella gozaban del prestigio suficiente para que Nikuya fuera admitida en el Palacio Cristalino como guardiana de otra alumna; por desgracia, parte de esa fama surgía de los ríos de sangre y desgracias provocadas por su labor como instrumentos de guerra, razón por la cual a nadie le hacía demasiada gracia cruzar su filo con el de ella.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora