27. Las profundidades de la debilidad (II)

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Schwarz se dirigió hacia mí con el andar impávido del depredador acechando a su presa que tanto la caracterizaba y el incendio a su espalda la siguió como si fuese una extensión de sí misma.

El mismo fuego sombrío cubría buena parte del cuerpo de la dragona, bajando poco a poco de intensidad hasta revelar bajo él una capa de escamas negras. Tras extinguirse las llamas, dichas escamas mutaron, dando paso al contraste entre piel marfileña expuesta y uno de esos trajes ceñidos que su dueña solía llevar. Como tantos otros habitantes del Palacio Cristalino, la mayoría del vestuario de Schwarz Long no estaba compuesto por tejidos ni cueros manufacturados, sino por su propia energía moldeada.

Hablando de energía, el broche en su pecho pareció ayudar a repeler la oscuridad a su alrededor emitiendo un fugaz brillo cegador, aunque pronto se vio opacado por la intensidad de cierta mirada de acero clavada con saña acusatoria en mí.

—¿Qué-? —Comencé a preguntar, descolocada ante todo lo ocurrido.

—No dejes que te vean humillada, imbécil —me cortó en aquel susurro afilado que transportaba sus palabras— ¿Quieres echarlo todo a perder?

Ni tan siquiera me permitió contestarle. Pasó junto a mí con el metal de sus botas marcando la cadencia de aquellos pasos firmes suyos sobre el cristal del suelo y al hacerlo me arrastró tras ella a la fuerza. Pero no lo hizo agarrándome con la mano, sino rodeando mi abdomen con una gruesa cola negra que surgía desde la parte baja de su espalda ¿Desde cuando tenía algo así?

En tan sólo unos minutos había experimentado el vacío absoluto, estado a remojo, sido sacudida, lanzada por los aires y ahora me secaba a marchas forzadas atrapada entre las escamas febriles de la dragona... tanto cambio de temperatura no podía ser bueno para la salud.

En todo caso, los continuos retos a mi sistema inmune no me molestaban ni la mitad que verme arrastrada como un trineo roto.

—¡Puedo andar por mí misma! —Protesté sin estar muy segura de si eso era cierto o no.

—Seguro... —murmuró mi captora antes de acercarse a una pared y hacer iluminarse su salvoconducto.

Sólo accedió a soltarme una vez estuvimos ambas en el interior del ascensor de cristal y las puertas se hubieron cerrado. Habiendo cumplido el papel de grúa remolcadora, su novedoso apéndice reptil se desvaneció tras ella.

—¿Se supone que ahora debo darte las gracias? —Le pregunté, todavía desde el suelo, mientras el habitáculo se ponía en marcha.

Como si mis palabras fueran un escupitajo en su cara, Schwarz me levantó a pulso contra la pared interior del ascensor y se acercó a apenas unos centímetros de mí:

—Que esto quede bien claro: te odio desde el momento en que nos conocimos. No eras más que una irritante gata callejera y eso no ha cambiado.

—¿Gata?

Una gata habría disfrutado de aquella situación. Estar tan cerca de ella era como tener enfrente una estufa acolchada. No obstante, a mí me gustaba el espacio personal, lo adoraba, lo idolatraba e incluso le habría hecho una estatua a quien me lo hubiera conseguido en aquel mismo instante.

—Ya no estás en tus callejones, sino en el Palacio Cristalino —continuaba ella, al margen de mi inquietud—. Tus meteduras de pata han dejado de ser sólo problema tuyo, también pesan sobre el director Weissman y eso es algo que no estoy dispuesta a permitir.

—¿Y qué piensas hacer? Mis problemas son asunto mío, te pongas como te pongas. 

Las pupilas verticales entre el gris metalizado de sus ojos se estrecharon acusadoras:

—No si te superan. Marina no pretendía matarte, sólo ha apretado más de lo debido porque te sobrestimaba. Aún así mírate, medio muerta y temblando de miedo como una gatita asustadiza.

—Estoy empapada —me defendí—, tiemblo de frío ¡Y deja de llamarme gata!

La dragona hizo descender su mirada con desdén y yo la seguí. No sólo su rostro estaba a escasa distancia, su pecho se apretaba contra el mío oprimiéndome contra el cristal e incluso una de sus rodillas al descubierto se había abierto paso entre mis piernas, que se mantenían colgadas en el aire, incapaces de tocar suelo.

Desde luego era imposible que quedara una gota de humedad en mi ropa y frío no era precisamente lo que sentía en aquel momento. Me estaba poniendo de los nervios de una forma que se salía de todas las escalas ¡Ni siquiera el obsesivo-compulsivo de Drake se me había pegado tanto!

Tras unos segundos de silencio eternos terminó por soltarme. Se confirmó entonces una de sus primeras insinuaciones, la de que no podría tenerme en pie por mí misma, pues mis miembros inferiores adormecidos se negaron a sostener al resto del cuerpo y terminé desplomándome sobre mi propio trasero.

—Di lo que quieras, pero si alguien vuelve a poner en entredicho la buena fe del director por tu culpa te las verás conmigo y entonces desearás que no te hubiera salvado de Marina. Las malas hierbas han de ser arrancadas antes de que echen el jardín a perder.

—¡Genial! —Protesté molesta—Dile eso a Weissman después de arrancarme, seguro que le encanta.

Su respuesta fue tan visceral que me dejó sin aliento:

—Créeme, lo entendería. Apenas llevas un mes a su lado, yo he estado bajo su cuidado desde que era una cría y sé bien que no juzgaría esa acción de forma superficial. Ni tú ni tu especie merecéis una segunda Gran Guerra.

La última frase iba cargada de odio. Y no hablo del desprecio vacío de los ignorantes o el rechazo rencoroso de los envidiosos, sino de algo más pesado: Un odio puro, lleno de significado, capaz de helar la sangre.

—E-es posible, ¿pero no estás olvidando a alguien? —disparé una bala a la desesperada— ¿Qué pasaría con Drake?

Y mi proyectil impactó causando incluso más daños de los esperados, pues salpicó de indignación el tono y los gestos empleados por la chica:

—¿Te escondes tras Redfang? Quizá yo también te había sobrestimado.

—Soy una superviviente —respondí—. Me escudaré tras todo aquello que me permita cumplir mis objetivos.

Schwarz se inclinó sobre mí en una pose hostil que marcaba hasta la última curva de su figura. Si me hubiese incinerado allí mismo no me habría sorprendido.

—No sé por qué Redfang cree haberse imprimado de ti, supongo que esa lagartija virgen no sabe distinguir un calentón del amor verdadero... —aseguró con desdén— Pero, aunque él fuese tu alma gemela, no creo que ese escudo te sirviese de mucho contra Marina.

Pese a ignorar a qué se refería con lo primero, no me fue difícil descifrar lo demás: Ella también conocía la hidrofobia de su congénere.

—Entonces sólo tengo que buscar el escudo adecuado para la próxima vez que intente tocarme las narices —Improvisé. Aún me estaba recuperando de mi segundo encontronazo con la orgullosa descendiente de Poseidón, ni se me había pasado por la cabeza  que fuese a haber un tercero.

—¿Crees poder hacerle frente a una semidiosa? —dudó.

—Plantaré cara a todo lo que se interponga entre mi voluntad y yo —aseguré tajante, exprimiendo para ello hasta la última gota de seguridad en mí misma que me quedaba—, incluida tú.

Mi tambaleante desafío tensó tanto la atmósfera a nuestro alrededor que ni un proyectil disparado por un cañón de riel habría podido atravesarla. 

Justo cuando me veía incapaz de continuar, las puertas del ascensor se abrieron y Schwarz Long abandonó el habitáculo.

—Conoce tu propia debilidad —la escuché sentenciar con indiferencia.

Aunque no hacía falta que me lo dijera:

—La conozco —bufé después de perderla de vista.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now