32. Acoso y derribo (I)

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Un rumor es como una chispa, suele indicar que algo no va bien. Muchos son pura mentira, el patético intento de alguien para herir a otro de forma indirecta en lugar de hacerlo cara a cara, otros reflejan verdades ocultas que todo el mundo intuye pero nadie se atreve a destapar. Cualquiera de los dos tipos puede ignorarse y morir por sí mismo o alimentarse de la atención y crear un incendio tan poderoso que escape incluso al control de su creador.

El fuego de mi presencia en el Palacio Cristalino ya había superado la etapa durante la cual podía morir de indiferencia y amenazaba con cobrar fuerza suficiente para traspasar el cordón sanitario de la academia, azotando de forma virulenta al Mar de Esferas hasta convertirlo en un polvorín.

Drake, cuyo título de príncipe no sólo adornaba, había propuesto una solución bastante política al asunto: Convencer a todos los alumnos posibles de que yo no estaba ocultando nada y el único motivo por el cual no empleaba los poderes de mi magia se debía a que eran tan grandes que no lograba controlarlos. 

No era una mala excusa, de hecho Georg se la había creído a pies juntillas (aunque admito que no me hacía gracia mentirle), el problema radicaba en su lentitud: Puedes apagar un incendio mediante camiones cargados de agua y bomberos entregados a la causa, pero si es demasiado grande y su autor sigue provocando nuevos focos, las pérdidas serán irreemplazables para cuando lo logres, si es que lo haces. Incluso abusando de la intachable credibilidad de Drake entre sus contactos y amistades, sería complicado poner aquel método en práctica de forma efectiva y sin levantar sospechas.

Mi enfoque en cambio era otro: Acabar con el incendiario y arrebatar hasta la última gota de oxígeno a las llamas para finiquitar el asunto de un único golpe. No me veía capaz de mantener una campaña de prestigio contra alguien nacido en las altas esferas, ni era tan buena mintiendo o siguiendo estrategias. Necesitaba algo rápido, sencillo y devastador, algo que redujera a cero la credibilidad de Marina en un sólo acto a prueba de estúpidos.

Por supuesto, resultaba más fácil decirlo que hacerlo. Como siempre había dicho, yo no era una persona inteligente, sino astuta. Poseía los conocimientos justos y jugaba con ellos lo mejor que podía. No tenía ni idea de cómo llevar a la semidiosa hasta su Watergate particular. 

Con mi pequeña conspiración me echaban un cable Drake, poseedor de una comprensión del Mar de Esferas notablemente superior a la mía, y Georg, quien además de ser un alumno de dieces lleno de recursos estaba deseando ayudar.

Sin embargo, ni con nuestros tres medios cerebros trabajando juntos se nos ocurrió nada útil. Lo más interesante había sido la propuesta de Georg de preguntarle al profesor Patek sobre las debilidades de la especie de Marina, pero el cronomante sólo aceptaba ese tipo de cuestiones durante su clase e interrogarlo allí sobre la presa de nuestra cacería habría resultado bastante sospechoso a esas alturas del juego.

Así pues, durante unos días nos dedicamos a observar a la Reina de las Sardinas desde la distancia, tal y como había hecho ella misma antes de tenderme su emboscada. Con algo de suerte nos serviría para averiguar cómo devolverle el golpe.

No era complicado seguirle la pista a alguien como Marina, una persona con una presencia casi tan fuerte como su ego. Allá donde fuera los demás alumnos la trataban con cierta cortesía y deferencia, provocando un revuelo fácil de identificar. 

Muchos consideraban que su posición como aspirante al Trono de Poseidón la elevaba por encima de los demás alumnos; otros parecían estar de acuerdo con aquello que me había dicho Drake en una ocasión de que no salía nada bueno de pelearse con una semidiosa y la trataban con educación, no por auténtico respeto, sino para evitar salir escaldados al llevarle la contraria.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora