26. Garantía expirada (I)

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Dicen que el primer día de un nuevo curso no es representativo del resto de él. Las sensaciones percibidas durante el mismo, tanto de los profesores como de las materias y compañeros, pueden ser completamente erróneas. Al fin y al cabo, una primera impresión es una primera impresión.

No sé hasta qué punto es cierta la afirmación anterior. Lo que sí sé es que, tal vez por eso o por seguir los consejos de mi padre adoptivo, durante todo el mes posterior a mi primer día en su academia no volví a agobiarme tanto como entonces. 

Otra posibilidad a tener en cuenta sería la de que no tener a Drake encima constantemente había ayudado a mis nervios crispados a relajarse. Y es que durante esos treinta días el ardiente príncipe dragón no había intercambiado una sola palabra conmigo. En ocasiones me lo encontraba mirándome desde lejos o nos cruzábamos por el Palacio Cristalino, pero ninguno de los dos hicimos amago de reducir la distancia con el otro.

Que conste que yo estaba encantada con aquello. De haber sabido que lograría tanto con una sola bofetada se la habría dado nada más conocerlo. Quizá así habría logrado evitar esa molesta impronta suya. 

En fin, retorcerse más de la cuenta en el pasado no valía para nada. El daño estaba hecho y la consecuencia de él era mi estancia en el Mar de Esferas oculta a plena vista como Diana Weiss. Una estancia que tenía sus pros, pero también unos cuantos contras:  Por ejemplo, que el apellido Weiss neutralizase por completo mi adorada capacidad para pasar desapercibida.

Aunque pocos alumnos habían intentado socializar conmigo tras el espectáculo de mi primer descanso, eso no impedía que fueran varias las ocasiones en las que me había sentido observada (y no sólo por Drake). Afortunadamente el Palacio Cristalino era bastante amplio y estaba salpicado por multitud de lugares donde mantenerme alejada de ojos curiosos. Lo que antaño habían sido largos paseos por las entrañas de Nueva York se habían convertido en tardes enteras explorando la academia de Weissman y sus alrededores.

E incluso para aquellas ocasiones en las que una echaba de menos la civilización humana, había solución, pues siempre era bienvenida en el ala de la Orden de San Jorge.

Sin embargo, lo más sorprendente para mí y para cualquiera que me conociera fue encontrarme a mí misma atendiendo a casi todas las asignaturas con una regularidad impropia de alguien con tan poco agrado por la enseñanza. Quizá fuera porque no había otra cosa que hacer...

Por supuesto, por mucho que ahora estuviera viviendo en otro mundo, mis resultados no dejaron de ser tan dispares como lo habían sido en la Tierra:

La asignatura que más me ayudaba a comprender mi situación actual era Sociología. Cada lección a la que asistía era como pegarle una patada a lo poco que conocía de mitología, pues en su momento la humanidad había estado en contacto con muchas de las especies que ahora habitaban el Mar de Esferas, pero hasta la actualidad sólo había llegado un reflejo distorsionado de su verdadera imagen. Era entretenido ver como casi todas diferían en ciertos aspectos de cómo me las imaginaba gracias al cine y los videojuegos, pero de haber estado en un sistema con exámenes y calificaciones jamás habría llegado al aprobado.

Otra pega que le pondría a la asignatura sería la casi constante presencia de Luke M. Septimus en ella, siempre acompañado de su horripilante calavera. El demonio no me había vuelto a hablar desde el primer día y eso lo agradecía, pero siempre que nuestras miradas se cruzaban se aseguraba de saludarme con una leve inclinación de cabeza y una siniestra sonrisa servicial.

Hablando de cosas desagradables: Para mi disgusto, la hermana bastarda de la anterior asignatura, Antropología, no dejó de ser un peñazo. Asistía a ella una hora casi todos los días para que los demás alumnos no pensaran que a la heredera del Clan Blanco no le interesaban los humanos, pero asuntos como nuestra historia tras el Tratado, cultura, expresiones y demás, no despertaban mi interés por mucha pasión que le pusiera Georgson al asunto.

No obstante, sabía que mis continuas siestas, por muy bien disimuladas que estuvieran, terminarían por llamar la atención y decidí enfocar la asignatura de otra manera: La ignorancia de mis compañeros de aula sobre algunos temas hablaban más de su especie que de la mía, así que comencé a ver Antropología como una especie de Sociología indirecta. De ese modo descubrí, por ejemplo, que el dinero era una forma de comercio casi exclusiva de los humanos. El contenido no cambió, pero al hacerlo mi enfoque conseguí mantenerme despierta durante las lecciones del caballero de San Jorge.

La clase de su compañera de taberna era otro cantar: Nayra Mykene seguía negándose a instruirme. 

Como suplicar no era lo mío traté de seguir adelante por mi cuenta, algo que no salió demasiado bien. De hecho, debí de hacerlo tan mal que otra alumna insistió en enseñarme a manejar el arma que había elegido.

Era una guardiana cuya representante se encontraba enferma y con la que nadie más quería entrenar. Sobra decir que fui reticente al principio. Luego comprendí que más que un ofrecimiento altruista era un acuerdo de intereses donde ambas nos beneficiábamos sin compromiso alguno. Y, tal y como había vaticinado la adalid en su momento, desde entonces mi humanidad me hizo avanzar con celeridad en su asignatura (aunque nunca lo suficiente como para llamar su atención).

Pasemos ahora de una asignatura física a otra: Mi progreso en la clase de Sun Wukong había sido nulo.

Cada vez que me presentaba en ella el Rey de los Monos me encomendaba la misma tarea "dar la vuelta al Palacio Cristalino en una hora sin dificultades" y todas y cada una de las veces que lo intentaba fracasaba. El hombre simio sería todo simpatía y energía, pero sus peticiones rozaban el límite de lo absurdo. Es más, cada vez que intentaba argumentar con él sobre lo descabellado de su encargo me soltaba algún proverbio y se iba saltando tan contento.

Un día, harta de empezar a correr y nunca llegar a la meta, decidí averiguar cuánto tiempo necesitaba para dar la dichosa vuelta dejando al margen los límites que me había impuesto. No sólo tardé casi toda la mañana, sino que el trayecto fue una tortura que terminé por pura cabezonería y tras hacerlo me derrumbé, perdiendo el conocimiento en el acto.

Me desperté horas después en la biblioteca, con  Emi Hattori tratando mis pies y piernas destrozados mediante sus runas mientras insultaba al Rey Mono. No quiso decirme cómo había llegado hasta allí, pero desde entonces tuve por seguro que el desafío de Sun estaba trucado de alguna manera.

Puesta a mencionar a la asura de aspecto infantil, diré también que mi éxito en su clase había sido como el día y la noche si lo comparaba con Preparación Física; aunque al principio había tenido mis dudas, pues la primera tarea que me encomendó fue aprender otras lenguas.

Para ello me había ofrecido el Libro de Rosetta, un manual de idiomas con un número infinito de páginas (ni me preguntéis cómo era tal cosa posible). Y no contenía tan sólo dos o tres, sino absolutamente todos los idiomas: Del inglés de toda la vida al japonés dominado por Hattori-sensei, del sumerio antiguo al misterioso voynichés, pasando por un montón de ellos propios del Mar de Esferas.

Nunca había tenido el más mínimo interés en expandir mis conocimientos más allá de mi lengua materna, pero la recompensa ofrecida lo hizo nacer: Cada palabra aprendida era una runa en mi repertorio; cada runa en mi cabeza, una posibilidad de destrozar el sentido común en mi arsenal.

Por desgracia, no sólo necesitaba conocimiento para usar las runas, sino también poder entintar palabras con poder existencial, ya fuera mío o de otros. Y eso me cerraba casi todas las puertas.

La llave de esas puertas parecía residir en la asignatura de Ontología, pero buscarla acabó destrozando la tranquilidad de aquel mes y creando una grieta fatal en la tapadera que mantenía oculta mi identidad.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora