02. Me acosa un callejón (I)

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Si mi vida realmente se ha convertido en alguna especie de novela juvenil indiscreta, como así parece (y en cuanto pille a quien la ha escrito lo va a pagar bien caro), a estas alturas del tercer capítulo seguramente habrá alguien preguntándose:

¿Quién narices es esta tía que se ha pasado dos episodios enteritos de su vida rechazando cuanto se le ha cruzado por delante? ¿Qué se cree? ¿Acaso esconde algún secreto ajeno al resto de los mortales?

La respuesta corta sería decir que no. Yo no era nadie.

La larga... pues llegaría a la misma conclusión, pero con más palabras de por medio:

Era una de entre el ingente número de niñas abandonadas por sus padres al poco de nacer que había terminado en el Centro de Acogida de Menores Saint George, creciendo rodeada de la palabra «familia» como quien lo hace de humo. Viendo como otros en su situación lo atrapan, pero sin lograrlo.

De esas personas negadas del origen y la infancia tranquila que casi todo el mundo da por sentado. Criada desde cero con poco o nada que perder y, por tanto, con menos temores superficiales encima. 

Alguien a quien podía haberle ido mejor y (es innegable) también mucho, mucho peor. No olvidemos que, después de todo vivía en el autodenominado «Mejor país del mundo».

Digamos pues que era una chica del montón. Alguien en la media.

Ni de lejos una belleza, pero tampoco un cardo. De estatura media, medidas medias (y privadas), peso medio para alguien de mi edad (igualmente privado), caucásica (como tantos otros millones de personas) y, para rematar la faena, con una larga melena y unos ojos de la pigmentación más común que hay: la castaña.

Un físico normal a juego con una mente a la que, yo al menos, no le veía nada de especial. Si estudiaba podía sacar la nota que quisiera; si no, no.

Si se me diera por poner una falsa sonrisa pasaría lo mismo con la gente y los amigos, no obstante, mi crianza me había acostumbrado a la máscara ardiente de la mala uva, a la frialdad de palabras, al nulo don de gentes y a la inmunidad a las modas que agrupaban a otros.

Pese a todo ello, como ya he dicho, no me creía especial ni superior por ser una marginada, como tantos lo hacían o necesitaban hacerlo Mi camino no era mejor ni peor que el de los demás, pero lo había elegido yo y estaba orgullosa de eso al menos.

La mía constituía una de esas existencias que tan fácilmente se podía pasar por alto entre la marabunta de personas que circulaban por Nueva York a todas horas, cada una con sus historias personales.

Otra de los millones de adolescentes neoyorquinos a los que, habiendo deambulado por las calles de La Gran Manzana desde pequeños, la ciudad de los rascacielos que tantos turistas admiraban sólo les parecía el mismo escenario aburrido de siempre.

Alguien que estaba deseando huir de aquel lugar, ver mundo y buscar eso de «la libertad y la felicidad» por su cuenta. Aunque para eso tendría que esperar a cumplir la mayoría de edad y, por tanto, dejar de estar bajo la comanda del Saint George.

Por último, también resulté ser una de entre tantas personas que, por ir enzarzadas en sus pensamientos y con la música de los cascos enturbiando sus demás sentidos, no tardarían en formar parte de la oscura lista de "Gente que se arrepentiría de entrar al callejón al que acababa de hacerlo".

Y para dar muestra de ello volveré a poner el asunto en situación:

Lo normal habría sido que atravesase en Lower East Side en dirección al Puente de Williamsburg para tumbarme a la bartola en mi cama aprovechando que tenía el cuarto todo para mí, pues Alva estaría echando humo por las orejas con sus exámenes durante unas cuantas horas más.

Sin embargo, la había escuchado llorar toda la noche y acababa de amenazar con castrar al individuo que le gustaba, así que opté por tomar la ruta contraria en busca de cierta tienda de gominolas donde vendían sus caprichos favoritos más allá de los literarios. Un método probado con anterioridad de subirle el ánimo y ahorrarme horas de lloriqueos incesantes.

Recorrí la misma ruta que había tomado mil y una veces casi en piloto automático, sin apenas prestarle atención, con la banda sonora de mis auriculares llenándolo todo y pensando en cualquier tontería. Sin embargo, cuando quise darme cuenta ya caminaba por un callejón que no me sonaba de nada... y eso era mucho decir, habiendo crecido entre ellos.

Extrañada, me quité los auriculares y analicé la situación:

A primera vista no había nada fuera de lo habitual. Las fachadas de los históricos edificios entre los que se abría paso la calleja (antaño hogares de la clase trabajadora que había levantado la ciudad a base de sangre, sudor y lágrimas) estaban revestidas por una marabunta de escaleras de incendios y portones metálicos hasta arriba de graffitis. Un nombre aquí, un garabato allá... nunca había entendido la necesidad que tenían algunos de "dejar su huella en la ciudad" para sentirse importantes. Como si a Nueva York le importara lo que nadie escribiera o hiciera con esos recónditos escondrijos que ni tan siquiera se podían reurbanizar por su carácter histórico. Sus adoradas marcas en las paredes me resultaban más aburridas que los restos de comida cercanos, abandonados a medio devorar por algún gato callejero.

La desgastada acera apenas se diferenciaba allí de la estrecha y agrietada calzada de asfalto por la que ningún camión moderno del departamento de residuos podría pasar. Daba cuenta de ello el nauseabundo olor de los cubos de basura llenos hasta rebosar desde hacía días, el de otros desperdicios tirados por el suelo y las blanquecinas nubes de múltiples gases nocivos emitidas por los sistemas de refrigeración de los locales colindantes.

Lo primero que se me vino al rostro fue una sonrisa. A pesar del empeño por modernizar la ciudad llenándola de imponentes y fríos rascacielos de apariencia aséptica, los históricos estercoleros marginales desde los que había emergido la antigua Nueva York siempre sobrevivían.

Superado el shock inicial, avancé sin duda alguna por la calleja. Perderse en una ciudad como aquella le podía pasar a cualquiera, yo ni tan siquiera recordaba cuantas veces me había pasado cuando era más pequeña. Por eso había desarrollado mi propio método para volver al camino: seguir lo más recto posible. Manhattan era una isla, al fin y al cabo. Tarde o temprano encontraría una avenida abierta, una manzana conocida, el East River o el Hudson. Además, siempre y cuando hubiera suficiente luz, las recónditas callejuelas y pseudo-calles de la ciudad de los rascacielos eran más seguras de lo que la televisión y el cine querían hacer creer.

Precisamente por eso me recorrió un escalofrío cuando, habiendo atravesado más o menos la mitad del callejón, el brillo del sol se desvaneció de golpe y porrazo, sumergiendo el lugar en una tenue penumbra.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now