28. El abrazo del erizo (I)

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Si antes de la encerrona de Marina las miradas escépticas y los murmullos desconfiados habían sido como mosquitos puntuales sencillos de ignorar, tras ella se convirtieron en un camino de agujas afiladas vibrando con la anticipación de verme sangrar al pisarlas. Los que antes habían tenido alguna duda sobre mi origen ya no lo ocultaban e incluso quienes se habían tragado la tapadera en primera instancia comenzaban a vacilar.

El constante escrutinio sobre mis actos convirtió casi todas las clases en zonas minadas. No sólo mis continuos tropiezos en Ontología o Preparación Física eran juzgados sin disimulo, sino que mi asistencia a Sociología convertía la asignatura en una conferencia sobre el Clan Blanco donde se enumeraban logros y capacidades muy alejados de los míos.

Mi añorada capacidad para pasar desapercibida no sólo había desaparecido, se había invertido de la peor de las maneras. Y tras unos días soportándolo me encontré a mí misma al borde del abismo.

No, no hablo tan sólo de un abismo metafórico: A escasa distancia de mis pies se extendía una mortal caída hacia ninguna parte maquillada con un inocente tono cian salpicado por grises nubarrones aquí y allá. Exacto, estaba en el borde de la isla flotante del Palacio Cristalino, el mismo lugar donde Sydonai Weissman me había propuesto la brillante idea de adoptarme.

Durante aquel tiempo había explorado buena parte de la academia y sus terrenos, al menos los de la isla principal, los únicos a los que tenía acceso sin alas o poderes mágicos. Así había descubierto lugares y paisajes suficientes para llenar los sueños de un comatoso, pero de todos ellos aquel era mi favorito; no era el más bonito, ni el más disparatado, pero sí el más tranquilo. Allí podía relajarme sin nadie alrededor o sin estar encerrada entre las cuatro paredes de mi habitación.

Y mi método de relajación favorito últimamente mezclaba viejas aficiones con algún que otro nuevo descubrimiento, como el Libro de Rosetta abierto sobre el césped.

Saqué uno de los múltiples marcadores de entre las páginas del pesado tomo, apenas un trozo de papel con una palabra escrita en cirílico, envolví la primera piedra a mi alcance con él y la lancé sobre el mar de nubes ante mí.

—¡Alto! —Ordené a continuación.

La piedra obedeció, manteniéndose estática en el aire como si mis meras palabras tuvieran más fuerza que la cinética, la gravedad y demás leyes físicas.

«Nunca me cansaré de este truco» Sonreí para mí misma.

Runas era la asignatura a la que más asistía, no sólo porque me interesase, sino porque muy pocos alumnos parecían interesarse con ella y era poco probable cruzarme con los que lo hacían dentro de la inmensa biblioteca donde se impartía. Hattori-sensei disfrutaba como una enana viéndome presentarme diariamente a su clase, así que me había dado algunas runas para que practicase después de clase... y allí estaba yo, gastándolas para desahogar la frustración.

Tras unos instantes la piedra tembló sobre el vacío, recordándome una de las razones por las que estaba frustrada, el no saber manejar mi imperceptible poder existencial.

Las runas eran palabras escritas con dicho poder (Emi lo llamaba kei), que liberaban su efecto al pronunciarlas. Daba igual no hacerlo en el mismo idioma mientras coincidiese el concepto de la palabra. Sobra decir que su efecto tampoco era infinito, una vez activadas se iban consumiendo. La asura podía crearlas y recargarlas gracias al control de su kei, pero que yo las usase se parecía a saber programar y sólo poder hacerlo pidiendo prestado el ordenador y la electricidad.

Por desgracia, al empleo de las runas se lo consideraba hechicería, no magia, un matiz importante pues dominarlo no reforzaba la mentira que mantenía el Tratado de Paz intacto, en todo caso empeoraría las consecuencias del crimen si era descubierta.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now