30. Redfang (II)

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Blaze resopló en sueños haciendo bailar sobre su morro los vapores de la caldera volcánica. La enorme wyvern dormía plácidamente enroscada alrededor de su futura cría, todavía envuelta por un cascarón grisáceo, mientras otra bestia de tamaño similar y escamas escarlatas las cubría a ambas con un ala.

En la parte alta del cráter, Drake terminaba su innecesariamente largo relato con un vistazo fugaz al huevo por si había algún movimiento que delatara su ruptura inminente. De todas los entretenimientos posibles, nunca me lo habría imaginado pasando las tardes cuidando a su guardiana, pero eso hacía y (sin que sirviera de precedente) le concedí como punto a su favor el no dejarlo a un lado por hablar conmigo.

Conocía la existencia de aquel lugar humeante y lleno de fisuras magmáticas por mis paseos exploratorios alrededor del Palacio Cristalino, pero nunca me había acercado a verlo de cerca y mucho menos me había imaginado que allí sería donde Blaze y Scorpius, el wyvern de Tessa Drachenblut, tenían su nido. O mucho calor requerían los wyvern para incubar o pretendían crear la tortilla más grande jamás vista.

—He estado dándole muchas vueltas durante estas semanas —continuó mi acompañante una vez hizo su comprobación periódica—. Buscando la mejor forma de plantear esto...

—¿Y a dónde te han llevado esas vueltas? —Pregunté intrigada.

Estaba claro que explicarse no era el fuerte de Drake: Había narrado el origen de su especie con voz solemne, seguramente repitiendo las palabras recitadas por otro dragón con anterioridad; en cambio, al hablar de los asuntos concernientes a él y su familia directa, el resto de su relato había avanzado atravesado por los trompicones nacidos de una clara división entre querer contarlo todo y ocultar ciertos asuntos. Si fuese por mí, habría aceptado de mejor grado una rápida petición de perdón por su parte en lugar de tragarme todo aquel rollo en medio del calor sofocante sólo para llegar a Dios sabía dónde.

—A disculparme por mi comportamiento

¿Disculparse? Con su recién encontrada actitud seria y razonable había comenzado a replantearme parte de mi trato hacia él, pero usar esa palabra ante mí era como meter la pata en la trampa con las estacas más afiladas del mundo.

No era lo mismo pedir perdón que disculpas. A mi modo de ver, pidiendo perdón aceptabas tu parte de culpa en el asunto en cuestión, disculpándote negabas cualquier responsabilidad. El dueño de una fábrica contaminante podía pedir disculpas con una mano mientras con otra seguía envenenando el río; en cambio, sólo pedía perdón cuando detenía la actividad, se mudaba a ése mismo río y lo limpiaba hasta dejarlo impoluto mientras bebía su agua.

—¿Disculparte? —No me contuve— Me secuestras sin conocerme, me arrebatas mi vida sin darme opción a elegir, me obligas a entrar en una partida de ajedrez con miles de vidas en juego... ¿Y piensas arreglarlo todo disculpándote?

—El amor es repentino, apasionado, irracional...

Amor. Otra palabra compleja empleada de forma descerebrada. Además, el olor a azufre, así como el calor pegándome cada centímetro de ropa sudada al cuerpo, no ayudaban a mantener frías mis ideas.

—No tengo ni idea de qué demonios es el amor —lo interrumpí con brusquedad—, pero desde luego no es obligar a otra persona a abandonarlo todo en contra de su voluntad por un capricho repentino.

No me consideraba ninguna experta en asuntos románticos, apenas había mantenido dos relaciones sentimentales a lo largo de mi vida (si se las podía llamar así): una había sido un amor infantil, tan vacío de sentido como corto en el tiempo; la otra, mi amabilidad cediendo ante una persona herida. Ninguna había obtenido un resultado digno de recordar.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now