39. Hacer sangrar a una diosa (II)

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Tal y como había intuido, esa lanza no hacía buena combinación con mi cuchillo. Su habilidad manejándola permitía a la semidiosa atacarme desde relativamente lejos mediante golpes a media y larga distancia mientras ella se mantenía alejada del peligro. En cambio, yo necesitaba atravesar su arreciante marejada de estocadas intacta antes siquiera de tener la oportunidad para lanzarle el más simple de los tajos.

Y pese a saberlo, debía intentar algo o sólo sería cuestión de tiempo que Marina lograse alcanzarme, sobre todo si en algún momento decidía pasar a la ofensiva más allá de devolver contras a mis embates.

Inmerso en esa tesitura, nuestro duelo no tardó en convertirse en una sucesión de amagos y embestidas casi suicidas por mi parte de las cuales no salí escaldada a base de cautela, evasiones de última hora y retiradas tácticas (también conocidas como "salir por patas cuando me veía a punto de ser arrastrada por las olas"). En más de una ocasión tuve la afilada punta de su arma tan cerca del cuello o los ojos que mis nervios llegaron a acusar los tajos por simpatía

Lo que en un principio podría haber parecido un encuentro destinado a ser fugaz terminó alargándose casi de forma antinatural durante... bueno, no sabría decir durante cuánto, pero si seguíamos estando en el tiempo del descanso yo era la reina de Inglaterra. Cierto director debía estar evitando que la campanada del cambio de hora sonase para que ambas arregláramos nuestras diferencias ante todo el mundo.

En todo caso, la prolongación del intercambio de hostilidades comenzó a cobrarse su propia factura, la física. Las interminables maratones de Sun Wukong me habían ayudado a desarrollar una resistencia sin la cual no habría llegado hasta aquel punto del combate, no obstante, me había descuidado lanzándome a algo tan exigente y con tantos cambios de ritmo sin un mínimo calentamiento previo. Como consecuencia, en cuanto tomaba aire tras distanciarme de los ataques de la semidiosa, todos y cada uno de los músculos de mis piernas achacaban un malestar creciente.

En cambio, con un pie adelantado, mano derecha aferrando la parte media de su lanza para imprimirle fuerza e izquierda adelantada con objetivo de sumarle precisión a una punta que casi rozaba el césped, Marina me retaba infatigable a volver a estrellarme contra ella.

Y mi oportunidad en un trillón seguía sin vislumbrarse:

—Si tu estrategia es alargar esto hasta que el éter de mi circuito mágico desgaste mi arma y atacarme cuando se desintegre —insinuó la luchadora rubia con una puntería terrorífica—, siento decepcionarte, pero eso no pasará: Tú misma eliminaste esa posibilidad con esa norma antimagia. Las emisiones involuntarias de mi circuito están bien selladas hasta que te venza.

Que la Reina de las Sardinas se diera cuenta de mis intenciones no me sorprendió. Tal vez había deducido la treta por mi comportamiento o por habérmela visto emplear con anterioridad en clase de Artes Marciales contra Nikuya. Poco importaba ya.

—Puestas a hacer una pausa dramática para soltar frases chorras... —ignoré su lectura certera procurando ocultar la lucha de mi sistema respiratorio por recuperar el aliento que me había llevado a abandonar dicho plan de acción— ¿Te importa que me quite esto? Es mi cazadora favorita y me la estás dejando hecha una pena.

Aquella prenda que tantas veces me había cobijado del frío invierno neoyorquino, que había sobrevivido al encuentro con la sombra y el posterior viaje interdimensional, apenas se sostenía sobre mi propio cuerpo por cuatro hilos cabezotas. La horadaban por doquier infinidad de heridas que me habrían desgarrado la piel de no haberlas esquivado por los pelos, dejándola en un estado lamentable. Incluso una de sus mangas yacía hecha un guiñapo no muy lejos.

—Te advertí de que no era un buen atuendo para esto —fue la contestación seca de Marina.

Me lo tomé como un sí y comencé a quitarme la inservible pieza de ropa dejando ya sólo entre la mordedura de su arma y mi piel una fina camisa sin mangas no exenta de daños. Lo hice con una sola mano, mientras con la otra procuraba mantener el cuchillo listo pese a comenzar a notar los dedos entumecidos por el agarre excesivamente tenso con que lo sujetaba.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora