13. El mensaje de una vida (I)

16.1K 2K 431
                                    

Mi condición se originó varios siglos ha, durante la Gran Guerra:

Por aquel entonces era un simple y curioso adolescente que viajaba por el mundo como parte de la caravana itinerante de mi clan. Verá, yo pertenezco a una antigua especie de eruditos errantes cuyos miembros se han dedicado, generación tras generación, a la investigación de los misterios de la existencia y la magia.

¿Cómo de antigua? Ni siquiera nosotros lo sabíamos. Incluso nuestro nombre original se había perdido en la niebla de los tiempos hasta terminar por responder a aquel por el cual nos conocían los demás: El Clan Blanco.

La culpa de esa huella tan difusa en los libros de historia probablemente la tenga nuestra manía de centrarnos más en nuestros estudios que en nosotros mismos, así como de relacionarnos lo justo y necesario con las demás especies (Si nadie te conoce y tú no te encargas de ello, no habrá registros de ti).

En todo caso, incluso cuando el mundo entero se prendió por las llamas de una guerra como ninguna otra, mantuvimos nuestra neutralidad grisácea sin intención alguna de mudarla. Los conflictos ajenos no eran de nuestra incumbencia.

Pese a ello, nuestra imparcialidad no era bien vista por todos. Nuestros números serían pequeños, pero cuando se trata de manipular la existencia el conocimiento es poder y el Clan Blanco había acumulado tanto como fruto de nuestros incansables estudios que incluso los antiguos dioses optaban por respetarnos y dejarnos en paz.

Ambos bandos intentaron atraernos a su causa en numerosas ocasiones con idénticos resultados: la más absoluta de las negativas. No obstante, los protectores de la humanidad jamás dejaron de considerarnos el lastre capaz de inclinar la balanza en su contra y decidieron eliminarnos como medida preventiva.

¡Como si eso fuese a ocurrir! La desconfianza puede llegar a ser una enfermedad contagiosa y a ellos se les había pegado de sus protegidos.

Así, el súmmum de las ironías se materializó cuando la facción que defendía el derecho de una especie a vivir por su potencial se dispuso a eliminar a otra exactamente por lo mismo. Aprovechando una de las escasas ocasiones en las que abríamos nuestras puertas a los demás para comerciar, tendieron una emboscada y aniquilaron a todos y cada uno de los miembros del clan antes de que nadie pudiese reaccionar.

Pobres ilusos paranoicos, creyeron haber eliminado un problema de su tablero con aquel baño de sangre innecesario, pero en realidad sólo crearon otro mucho mayor: yo.

Para su desgracia, me encontraba lejos durante la masacre y cuando regresé a mi hogar esta ya había pasado, dejando tras de sí un rastro fácil de interpretar a ojos de un erudito instruido.

Joven, inteligente, furioso y poderoso como pocos: Mala combinación. La estrechez de miras de aquellos individuos les sirvió en bandeja a quienes buscaban extinguir a la humanidad el arma más poderosa con la que jamás habían soñado: un miembro del Clan Blanco cegado por la pérdida.

Ahogado en mi propia sed de venganza, entré en la Gran Guerra sin otro propósito que el de darle rienda suelta a mis capacidades contra quienes más las temían.

Diezmé los ejércitos mejor preparados, despedacé escudos mágicos que habían permanecido inmutables durante eras, hundí en la locura ciudades enteras, puse punto final a cuantos intentaron interponerse en mi camino, leyendas y deidades por igual. Años después, la Abominación segaría muchas más vidas, pero no se asomaría ni al borde de mi crueldad.

Llevaba ya un tiempo regodeándome en mi desproporcionada represalia, cuando se plantó ante mí el último ser que esperaba que lo hiciera: una humana. Una simple humana capaz de mirar sin temor a los ojos del monstruo en que me había convertido (En eso me recuerda usted a ella).

Únicamente quería hablar conmigo. Eso decía.

Por aquel entonces los humanos carecían de interés alguno para mí, eran seres básicos incapaces de ejercer un control decente sobre su propia existencia, simples piedras al borde del camino que algún otro había empleado como excusa para comenzar la guerra. A lo sumo, constituían un punto débil al que mis enemigos le tenían excesivo cariño. Así que la ignoré.

A ella le dio igual. Continuó siguiéndome a todos lados sin que pudiese darle esquinazo. Ignorando el desdén que le mostraba o los actos despreciables que llevaba a cabo, se dedicaba día y noche a hablarme de sus creencias, de los mil y un lados buenos que tenían tanto su especie como muchas otras, de la importancia de los vínculos entre ellas, del daño que nos hacíamos a nosotros mismos y al planeta con la Gran Guerra...

Buscaba mi ayuda, era obvio, aunque no pretendía obligarme a colaborar. Quería hacerme recapacitar y que la ayudase por voluntad propia a detener el conflicto antes de llegar a un punto de no retorno.

No tardó en captar el mensaje de que a mí sólo me movían dos cosas: Mi propia sed de venganza y el interés por la magia heredado de mi clan.

Incapaz de ser partícipe en mi descenso sin rumbo hacia la locura, optó por llegar hasta mí con la segunda opción: En otra de sus largas conversaciones al viento me convenció para jurarle que, si encontraba un ser humano capaz de eclipsar mi poder existencial, me detendría y la escucharía; en caso contrario, ella me dejaría en paz de una vez por todas.

Yo consideraba eso un imposible. No por desprecio, sino por simple biología: Ni el cuerpo ni la mente de los humanos era capaz de soportar siquiera una mínima parte del poder de mi existencia, ya ni hablemos de la herencia recibida como último superviviente del Clan Blanco.

Por eso acepté sin pensarlo demasiado. Me pareció una forma rápida y sencilla de librarme de ella.

"Que me detendría y la escucharía"... Debería haber escogido mejor las palabras empleadas. Como ya le he dicho, las palabras tienen poder, y un juramento pronunciado por un amo de la existencia no es ninguna fórmula vacua, condiciona incluso el alma de esa persona.

Cuando acepté el acuerdo y vi su última sonrisa, fui consciente del precio que ambos pagaríamos.

En un intento de hacer posible lo imposible, usó hasta la última chispa de su existencia en un único hechizo. Un fugaz alarde de poder concentrado alimentado no sólo por su vida, sino por cualquier posibilidad de que su alma renaciese o reencarnase jamás.

Sacrificó todo cuanto era o podría llegar a ser con la esperanza incierta de que sirviese para alcanzar con su mensaje a alguien capaz de transmitirlo.

Y sí, durante un instante logró superarme, justo antes de desvanecerse reducida a cenizas.

Logró así que todas las palabras pronunciadas durante nuestra extraña relación, sus enseñanzas e ideología, hasta sus sinsentidos desenfadados, resonasen en mi interior y purgasen la oscuridad allí anidada. Pero lo hicieron según la fórmula empleada para jurar, haciéndome perder no sólo el interés por luchar en la Gran Guerra, sino también la capacidad de usar mis piernas y desplazarme por voluntad propia.

Tal y como se había jurado: Me había detenido y la había escuchado.

Durante mucho tiempo las maldije a ella y a mi estupidez, mas grandes cosas fueron surgiendo de mi nueva situación: Obtuve una nueva visión de la vida, amplié mis horizontes abriéndome a los de los demás, aprendí a respetar a otros seres, me volví más compasivo y (con el paso de los años) también más sabio.

Opté entonces por empezar de cero, retomando la senda original de mi clan y mezclándola con el mensaje de aquella humana hasta hacerlo mío. Al final, sólo sentía gratitud por lo ocurrido, pues si bien fue su férrea voluntad la que me ató a esta silla de ruedas, también me llevó a crear el Palacio Cristalino.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now