34. La rana y el escorpión (I)

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El patio interior del Palacio Cristalino ofrecía una imagen bucólica en los minutos anteriores al tañido de la campana que marcaba la hora del descanso: La luz de un cielo exento de disco solar se reflejaba y fragmentaba sobre la torre principal, el césped entre las mesas se mecía en un lento vaivén originado por la brisa y el agua de los riachuelos fluía serpenteando sin prisa las elevaciones del terreno que separaban la fachada del edificio y las raíces del enorme Árbol de la Armonía.

Un escenario de paz absoluta originado por la ausencia de alumnos cuyo contrapunto ejercíamos Georg, Drake y yo compartiendo asiento en una reunión de emergencia capaz de inquietar hasta al más despistado de los observadores.

Ni falta hace decir que los tres nos habíamos saltado la clase de turno:

Georg ofrecía un espectáculo lamentable a la vista. En su lado de la mesa había un caos de frutos secos, zumos ricos en hierro y manzanas ignoradas a medio morder mientras él yacía desplomado sobre el banco, bocarriba y tapándose los ojos con el brazo. Con tan sólo reparar en el tono cetrino de su piel y los escalofríos que lo sacudían de vez en cuando se hacía evidente que no atravesaba su mejor momento. A pesar de asegurar estar acostumbrado a pasar noches enteras en vela cuando se encontraba algún juego o libro especialmente interesantes, trasnochar para tener lista nuestra trampa le estaba pasando factura.

Drake, visiblemente irritado desde que me había sacado de la Sala de los Mundos, continuaba recriminándome el haber ido allí sin consultarle mientras enumeraba una interminable lista de profundidades hasta las cuales podría llegar mi metedura de pata.

Por mi parte, como no creía haber sacado únicamente resultados negativos de allí, me limitaba a pasar en gran medida de sus palabras y dejarlo desfogarse mientras hacía girar sobre sí mismas mis recientemente recuperadas tijeras con el índice atravesando uno de sus dedales. Era un gesto más propio de vaqueros de western sacando a relucir sus habilidades con el revólver y carecía de utilidad real, pero tampoco pretendía lograr nada con él, sólo mantenerme distraída. No concebía otra razón para haberlas estado llevando encima desde que las había recuperado. Quizá alguna parte supersticiosa de mí misma buscaba aferrarse a un amuleto capaz de sacarme de multitud de situaciones incómodas en el pasado, a pesar de que esa pistola careciese de cartuchos en un mundo donde amenazar con la violencia no asustaba a nadie.

«Tanto planear para acabar así»

Con una larga exhalación de hastío hice un alto en mis actividades de abstracción para estirar la espalda con los brazos sobre mi cabeza. Al hacerlo, reparé en un par de recién llegados al lugar:

Sydonai Weissman se dirigía a ocupar su posición a la cabeza de la mesa de los profesores, bajo las hojas del gran árbol multicolor. Como en tantas otras ocasiones, Schwarz Long impulsaba su silla de ruedas con diligencia y no pude evitar centrarme en ella:

Schwarz parecía gozar de mi añorada capacidad perdida, la libertad para estar sola. Durante toda mi estancia en el Palacio Cristalino apenas la había visto relacionarse con alguien fuera de las clases aparte del anciano director. Cómo evitaba encontronazos incómodos en un lugar tan lleno de tejemanejes se me antojaba todavía un intrigante misterio, aunque tenía mis teorías.

Tal vez fuese por aquello que me había dicho al conocernos de ser la depredadora más peligrosa del lugar. Desde luego, tras verla humillar a Marina con el simple hecho de revelar su auténtica forma no podía evitar pensar en que tal vez los demás la viesen como un agujero negro cuya sola presencia instaba a eliminar su sector del espacio de las cartas de navegación.

Aunque claro, ella era un dragón y no uno cualquiera: Según su apellido, estábamos hablando de la heredera directa del fundador de su especie, incluso los demás dragones debían andar con pies de plomo en su presencia. En cambio yo...

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now