08. Secretos ocultos a simple vista (II)

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—No, o sea sí —me atropellé ante lo ridículo del asunto—, pero jamás he visto... He crecido allí y nunca he notado nada que me llevase a pensar que las monjas a nuestro cargo fuesen —ya ni sabía cómo identificar al caballero—... lo que quiera que seas.

—Si te tranquiliza saberlo, tanto mis hermanos de la Orden como yo somos humanos nacidos y criados en la Tierra—me aclaró él.

—¡Pues entonces todo tiene todavía menos sentido! ¿No se supone que aquí no debería haber humanos? 

No era una persona demasiado inteligente, mis notas escolares decían eso a gritos, pero incluso yo sabía encontrar cabos sueltos evidentes entre lo que decía, la historia que me acababa de contar Weissman unos minutos antes y algunas frases de la ausente Schwarz Long.

—Si me permiten intervenir —acudió al rescate el anciano al notar mi mirada acusatoria bailando entre él y Georgson—. Está usted en lo cierto, Diana. Tal y como especifica el Tratado, ningún ser nacido en el Mar de Esferas ha vuelto a pisar la Tierra desde su firma, así como ningún humano ha puesto un pie jamás en el Mar de Esferas. Ninguno normal, al menos.

—¿Entonces él y los suyos qué son?—Insistí, señalando a Gorka Georgson— ¿Anormales? Sé que para ir por ahí vestido de armadura en pleno Siglo XXI deben de faltarle un par de tornillos, pero...

Georgson se aclaró la garganta visiblemente molesto. Si lo estaba porque yo lo había llamado anormal o porque Weissman había insinuado que no era humano, lo ignoraba.

—Verá, el personal de la Orden de San Jorge que vive en la Tierra son seres humanos de lo más común. No obstante, tanto Sir Georgson como el resto de sus hermanos que habitan entre nosotros gozan de las ventajas de una bendición lanzada antes de la Gran Guerra.

¿Ahora pasábamos de la magia a las bendiciones? La situación no hacía más que mejorar.

—¿Una bendición? —dudé— ¿Como en la Biblia?

Si bien era cierto que había crecido rodeada de religiosidad católica, mi actitud hacia los objetos y reliquias que se consideraban benditos o sagrados siempre había sido más bien escéptica. Un trozo de madera era un trozo de madera, un dedo o una calavera podían ser de cualquiera, por más que se afirmase que pertenecían al cuerpo de un santo. Y aunque fueran auténticos, ¿no era poco cristiano tratar como objetos los restos de una persona?, ¿no podían dejarlos descansar en paz y de una pieza?

—En cierto sentido —afirmó el anciano—. Supongo que conocerá la Leyenda áurea de San Jorge.

Asentí. Aquello era como preguntarme si sabía dónde estaba el Empire State Building, hasta los críos que apenas pasaban un par de semanas en el Saint George habían escuchado aquel cuento para dormir en boca de las cuidadoras. Yo lo había hecho tantas que casi me lo sabía de memoria: Aparece un dragón en un pueblo pagano, rapta a la princesa, San Jorge la salva matando al dragón, todos viven felices, comen perdices y adoptan el cristianismo.

—Entonces tendrá una buena base para comprender lo siguiente:

»Como ya sabrá, San Jorge es el matadragones por excelencia del folclore cristiano. Sin embargo, ni su historia es tan metafórica como algunos alegarán, ni sus proezas fruto de la casualidad.

»Jorge de Capadocia jamás fue un humano como los demás, pues desde el momento de su concepción su dios lo bendijo con habilidades extraordinarias destinadas a defender a su rebaño contra los seres mágicos que lo amenazaran.

»Presos del miedo fruto de la ignorancia, sus padres lo abandonaron a muy temprana edad. Pese a ello, él tenía claro su objetivo en la vida y logró superar todos los obstáculos en su camino hasta convertirse en un caballero al servicio de la humanidad que gozaba tanto del respeto de quienes lo rodeaban como del poder para plantar cara e incluso dar muerte a seres tan infinitamente superiores a él como lo son los dragones. 

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now