08. Secretos ocultos a simple vista (I)

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Las pesadas puertas custodiadas por la dama de cristal se abrieron de par en par y entró por ellas un caballero de andar firme (Digo "caballero" en un sentido tan literal como medieval, porque eso reflejaba su atuendo).

Avanzaba haciendo ondear tras sus pasos una ostentosa capa escarlata con cuello de plumón que sumaba fuerza a un rostro de rasgos impávidos y orgullosos. Esa sensación autoritaria se veía reforzada por la impresionante armadura pesada que cubría el resto de su cuerpo, de un blanco metalizado surcado aquí y allá por múltiples trazos y símbolos cuyo significado se me escapaba. 

Tampoco tenía ni idea de armaduras más allá de alguna información de segunda mano surgida de excursiones o discusiones a las que jamás había prestado demasiada atención, pero aquella no se parecía para nada a esas corazas abombadas de aspecto ridículo que cogían polvo en los museos, como tampoco lo hacía a los diseños de fantasía que circulaban por Internet pensados para ser más llamativos que prácticos. Y es que, pese a la considerable cantidad de pesadas placas metálicas superpuestas en ella, no daba la sensación de restringir lo más mínimo los movimientos de su portador; todo lo contrario, pese a despertar cierto tintineo al caminar, aquel hombre se movía de forma tan veloz como concisa.

—Buenas noches, Maese Weissman —saludó con tono respetuoso precedido por una leve inclinación—. Lamento la tardanza, Crystal ha tenido que convencerme de que no me estaba tomando el pelo con esto.

¿Ya era de noche? ¿En qué momento la luz del exterior se había visto sustituida por el suave resplandor proveniente de todas y cada una de las superficies cristalinas de aquella sala?

—Buenas noches, Sir Georgson —le devolvió la bienvenida el anciano— ¿Por qué habría de tomarle el pelo Crystal?

—No lo sé. Me parecía demasiado improbable que, justo ahora que mi Orden se encamina hacia su momento de mayor esplendor, los dragones hayan vuelto a sus viejas costumbres de secuestrar damiselas indefensas.

Lo decía como si de veras se tratase de una broma pero, al pronunciar la palabra "dragones" su voz había cambiado momentáneamente y su mirada había atravesado la nuca de Drake como si esperase perforarla con ello.

—¿A quién llamas damisela?

Mi protesta, airada ante aquella palabra que sonaba de lo más insultante, hizo que el caballero se volviese hacia mí y, al hacerlo, cualquier rastro de hostilidad resultó enterrado bajo una expresión más amable.

—Me disculpo si os he parecido descortés, joven damisela —se disculpó sin por ello dejar de emplear precisamente el término que me había molestado—. Soy Gorka Georgson, líder de la Orden de los Caballeros de San Jorge.

Mientras se presentaba, dio un paso hasta ocupar el espacio situado entre la silla de Drake y la mía, me agarró suavemente la punta de los dedos con su guantelete antes de que pudiese evitarlo y besó el dorso de mi mano. La sangre en mis venas reaccionó a aquello huyendo en desbandada hacia mi rostro mientras el sistema nervioso se concentraba en electrificar la zona en que sus labios me habían rozado la piel.

Me quedé tan en blanco como una camiseta hundida en demasiada lejía.

Tampoco hay demasiado que interpretar en mi súbito ataque de desconcierto ruboroso. Simple y llanamente no estaba demasiado acostumbrada al contacto físico, mucho menos a uno tan extravagante.

Quien sí lo malinterpretó fue Drake, pues se levantó de forma brusca, totalmente fuera de sí  y provocando con ello que su silla chocase con tanta fuerza contra el suelo que se hizo añicos.

—Cuidado con lo que intentas morder, matadragones —gruñó mientras le agarraba el hombro—Ella es MÍA.

El metal de la hombrera que el dragón humanoide aferraba comenzó a sisear con fuerza, dando la impresión de que alguien lo estuviese repasando con un soplete. Sin embargo, Georgson se tomó el tiempo de suspirar y esbozarme media sonrisa antes de incorporarse de nuevo y darse la vuelta.

Era más alto que Drake y también más ancho, incluso sin la envergadura extra que le concedía su armadura. Además, debía de andar cerca de los treinta, tirando por lo alto, así que puestos frente a frente la imagen era la de un crío imbécil poniéndosele gallito a un adulto.

—Jamás osaría ofender a uno de mis nobles alumnos, señor Redfang —respondió el caballero dejando que aquella centelleante mirada iracunda se enfrentase a su taimados ojos castaños—Como espero que tampoco lo hagáis vos con esta damisela pretendiendo ser su dueño.

Había tanta tensión en el ambiente que nadie en su sano juicio se habría metido entre aquellos dos pero, si en algo estaba de acuerdo con Georgson era en que no iba a permitir que nadie se agenciase mi propiedad sin decirle antes unas cuantas cosas, así que me levanté yo también, dispuesta a entrar en el lío cuando Weissman carraspeó:

—Caballeros, dama —llamó a la calma—. Un poco de orden, por favor. 

Su intervención enfrió la situación hasta el punto de que Drake chasqueó la lengua antes de sentarse de nuevo (su silla se reconstruyó justo a tiempo para ello) y yo hice lo propio.

—Lamento esta escena, Maese Weissman. Ya sabe que los dragones suelen ponerse nerviosos en mi presencia.

—No tiene por qué disculparse, Sir Georgson —lo dejó pasar el director—. Ahora, si podemos centrarnos en el tema que nos atañe —me señaló—: Esta jovencita, aquí donde la ve, proviene del Centro de Acogida de Menores Saint George, en Nueva York.

Georgson centró de nuevo toda su atención en mí, sorprendido. 

—Me lo llevo preguntando desde hace un rato —intervine antes de que dijese nada— ¿Pasa algo con mi orfanato?

—En efecto —contestó antes posar su mano sobre el respaldo de mi silla y mudar su tono servil por otro muy diferente, protector, casi hasta familiar— Tal vez este no sea el modo ni el lugar más adecuado pero, ya que la situación se ha dado así, es mi deber informarte de que toda la congregación de entidades dedicadas a San Jorge en la Tierra pertenecen a mi Orden. Es más, al igual que tú, yo mismo crecí en uno de nuestros hospicios.

Sacudí la cabeza de pura incredulidad:

—Eso no tiene sentido.

— ¿Tanto te sorprende? —se inclinó un poco para mostrarme uno de los blasones engastados en su armadura— ¿No reconoces el escudo?

Y efectivamente, lo hacía. Allí, sobre el fondo blanco de una de de sus placas metálicas, lucía un emblema donde aparecía San Jorge alanceando un dragón de aspecto serpentino. La misma imagen que había visto mil veces decorando las paredes de mi hogar.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora