03. Michael Bay dirige mi vida (II)

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Obedecer órdenes no era algo que tolerase demasiado bien, menos aún cuando (a juzgar por su voz y lo poco que podía ver de él desde mi posición) quien me las daba era alguien más o menos de mi edad. No obstante, preferí aferrarme a aquel clavo ardiendo ante lo excepcional de la situación y el hecho de que, a cierta distancia de ambos, entre el humo y la oscuridad, el monstruo informe volvía a levantarse como si nada hubiera pasado.

¿Cómo lo había llamado? ¿Sombra? Bueno, a quién le importaba. El caso era que, tanto aquella cosa, como alguien capaz de prenderse en llamas sin una sola quemadura eran asuntos muy por encima de mí. Aquel partido lo jugaban fuerzas fuera de mi comprensión y esconderme hasta que finalizase era (a mis ojos, al menos) la papeleta con más posibilidades de victoria.

Todavía dolorida e incapaz de incorporarme, me arrastré hasta un contenedor cercano y me oculté lo mejor que pude pegándome a él. No era gran cosa y olía a rayos, pero al menos estaba a cubierto y podía ver lo que ocurría asomándome un poco.

No tenía ni idea de qué iba a pasar a continuación. Lo único que sabía con certeza era que jamás había sentido un miedo tan visceral en mi vida. Desconfiaba de realizar hasta el más mínimo movimiento para no delatar mi precario escondrijo, lo cual entraba en contradicción directa con el desbocado latido de mi corazón, capaz de sacudirme de arriba a abajo.

Por un instante creí que el mundo se había parado también a contener la respiración en simpatía conmigo. Dicha ilusión se vio enseguida truncada por el casi sonoro trote enloquecido del ser de brea atravesando el callejón en una espeluznante carrera cuya meta se me antojaba más desagradable a cada paso.

Mi salvador trazó un arco con el brazo con el que me había hecho la seña, prendiendo el aire en el camino de su mano como si estuviera agitando el agua de un lago tranquilo y apuntándola luego hacia el monstruo. La mayoría de llamas alrededor de su cuerpo se extinguieron entonces dando la impresión de que les hubieran cortado el gas, a excepción de las anteriormente mencionadas y algunos mechones de su alborotado cabello castaño, que parecían arder con voluntad propia. 

Gracias a ello también pude distinguir que, con cada uno de sus movimientos, bailaba a su espalda la llamativa casaca roja que vestía. Una prenda con un estilo bastante particular, en el límite entre lo sacado de un museo y los diseños fantasiosos del Internet más friki. No pude fijarme en mucho más, porque acto seguido comenzó el bombardeo:

Apenas pude entrever un ligero rictus entre sus dedos antes de que el sonido de un cañonazo retumbara en el callejón y una bola de fuego saliese disparada a toda velocidad desde la palma de su mano. 

El proyectil cruzó la penumbra del callejón desgarrándola con un fulgor anaranjado en busca de su presa. Por desgracia, lo único que saltó por los aires fue un trozo bastante considerable de pavimento a varios metros de distancia de la sombra.

No me dio la impresión de que errar el tiro le importase demasiado al tío de las llamas, quien dio un decidido paso al frente y repitió la jugada no una, ni dos, sino un montón de veces, a cada cual más rápida que la anterior.

La ráfaga de proyectiles pronto llenó el aire como una lluvia de meteoros destellando en el cosmos. No obstante, aunque su número no tardó en volverse sobrecogedor también hizo patente que la puntería de quien las disparaba apestaba. 

La abrumadora mayoría de las esferas ardientes erraban el blanco, sumiendo el callejón en una vorágine de caos y destrucción pirotécnica digna de una película de Michael Bay. Volaban pedazos enteros de pared, la acera y la calzada reventaban por doquier ante el violento choque de los bólidos y el fuego recorría a placer el lugar mientras algunas de las escaleras de incendios supervivientes a su envite inicial se venían ahora abajo.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Where stories live. Discover now