5. Huele a fuego en la nieve.

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La Luna estaba en el cielo otra vez. Y ella solo sentía su corazón queriendo salirse de su pecho a cada paso que daba, sabía que su madre era la que estaba de turno esa noche en la posada y cerraría temprano.

Tenía miedo que escucharán sus pasos y descubrieran su lecho vació en la noche. Cuando menos lo sintió su mano fue halada dentro de una habitación, por el aroma en el aire sabía de quien se trataba. Y este sonrió al verla con su velo puesto todavía.

— ¿Que era tan importante como para llamarme así, su alteza? — Preguntó con una reverencia, intentando no intimidarse por estar sola con un Alpha como él en su habitación.

— Creí que era obvio. — Decía apartando una de sus túnicas, ella cubrió sus ojos al verlo sin la túnica puesta más que solo el largo pantalón de seda.

— Estoy mejorando, quería que me curaras antes de partir mañana. Te traje lo necesario. — Ella tenía el rostro rojo, pero él no lo sabía aunque si podía oler el aroma dulce de su tierna vergüenza.

Cuando se acercó a ver con detalle la herida, supo que se trataba no de un Alpha común y corriente, lo observó alarmada al ver que en realidad su herida era mucho más pequeña que ayer. Y solo la limpiaría. Volteó a ver lentamente su otro brazo el que también había curado, y en este ya no había herida alguna. Se dio cuenta de su torpeza, él no era cualquier general. Era el general Lucius. Él, que sería celebrado en próximos días. Un Alpha sangre pura y no lo sabía.

— No lo sabía su alteza, lo lamento. — Hizo nuevamente una reverencia, poniéndose ante sus rodillas para no ofender a los dioses. Porque así debía hacer cuando veía a un sangre pura, a un heredero de los dioses, él casi sonríe. Pero sujetó el brazo de la Omega impidiendo que se arrodillará.

— Yo no lo dije, y no es necesario. Tú no debes arrodillarte ante nadie. — Le sonrió con ligereza, ella simplemente quiso evitar aún más sus ojos sin saber qué hacer, así que hizo lo que sabía curando la herida en su hombro, una que quizá en un par de días sino es que antes estaría curada.

— Claro que sí. Los dioses se enojarían. —

— ¿No los escuchas, verdad? — Ella negó frunciendo el ceño, y él con su mano libre quitó su velo para disfrutar de su belleza extrema.

— Solo los obedezco. —

— Tú no naciste para obedecer. Naciste para ordenar, para ser adorada. Para ser inmortalizada. — Sus mejillas si que se tiñeron de rojo frente a él otra vez. Y esta vez Lucius casi llegó a corromperse por los pensamientos de su lobo. — A mi lado. — Ella apuró su trató a la herida. Sin contestarle nada, porque no sabía que contestar.

— Me iré mañana. Pero te pido que esperes por mí. — Ella no entendía porque debía esperar. ¿Cuál era el motivo? — Más bien. Te ordeno que esperes por mi llegada o por mi llamada. — Él sabía que tendría que arreglar un par de cosas, pero se la llevaría. Una hermosa y exquisita rosa del desierto no debía estar en un lugar como ese.

— No sé de qué habla. — Admitió con sinceridad. Levantando sus ojos para verle cuando había terminado de curar sus heridas. En toda la noche la Luna fue testigo de cómo el general robó su aliento cuando tocó su piel por primera vez en la noche estrellada, cada roce parecía un martirio enviado en escalofríos a su columna vertebral.

— Quédate así. — Pidió él.

Con el cuidado que merecía se acercó a la beta, quería grabar en su memoria su aroma, quería mantenerla en su mente para que en las lunas pudiera recordar su rostro y esencia hasta el día en que pudiera volver a verla como él quisiera. Se acercó a su cuello luego de atreverse a quitar su manto y dejar esa pulcra piel que estaba totalmente seguro que nadie más había tocado a su merced. Enterró entonces su nariz en su cuello, casi ahogándose ahí mismo.

Su agarré se volvió un poco brusco al sentir extrañas motas de un dulce en su cuerpo que no había percibido en ningún otro ser tan hermoso en el planeta, era un paraíso. Su aroma olía a fuego en la nieve. Olía a paraíso en el desierto. Olía al sol ardiente de la mañana. Olía a la Luna con estrellas fugaces adorándola. Olía a un delicioso tormento en medio de la sequía. Olía a un arcoíris tras el diluvio. Y olía a un hogar que pensaba hacer solo suyo.

— ¿Sabes lo que eres? — Susurró aún sobre su cuello, golpeándola con su exquisito aliento en el lugar. Ella negó aterrada de que hubiera descubierto su secreto.

— Yo no quería... Alteza. — Quiso alejarse con cuidado de su presencia. Pero tocar el pecho del Alpha sangre pura desnudo la expuso, sintiendo su piel otra vez causándole un fuerte escalofrió en su vientre bajo.

— Lo-Lo siento. — Murmuró la beta antes de intentar alejarse de su agarre, su voz parecía quebrada. Pero a Lucius parecía que había roto y corrompido su honor sintiéndose menospreciado, pero cuando prestó atención a la beta lo entendió. El rostro de esta estaba rojo, de un rojo encendido como el fuego mismo. Su piel parecía quemar y sus ojos estaban dilatándose.

— ¿Estás bien? — Su celo se había adelantado al sentir la presencia del Alpha cerca, así que apenas lograba estar y seguir de pie.

— Necesito irme. — Entonces él volvió a enterrar su nariz en su cuello. Entonces fue capaz de sentirlo. De sentir la pequeña esencia de la Omega en la beta. Los ojos de Lucius casi brillaron con emoción, y de pronto sintió la desesperación de robar a su paraíso y llevársela consigo.

— Tienes razón. — Decidió otorgarle el espacio de la Omega, porque si no entonces la corrompería, se corrompería a sí mismo al entregarle su corazón sin hacer de acuerdo a lo que los dioses mandaban, pero él sabía que los dioses lo querrían con ella. — Te veré en la mañana. Antes que la luz toque tu rostro. — Ella asintió intentando no mostrarse como de verdad se sentía, ni siquiera pudo hacer su reverencia de la manera correcta porque rogaría. Así apuro su pasó para llegar a su habitación. Y él se aseguró de que llegará a salvo.

Cuando llegó a su lecho queriendo sentirse a salvo. Su madre de brazos cruzados esperaba una respuesta, viéndola interrogante por su estado y su caminata nocturna.







Mi Paraíso Contigo. © Where stories live. Discover now