Capítulo 4: Horario de ducha

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Aparta la vista de mí y es entonces cuando me doy cuenta de que yo he seguido mirándola sin saberlo. Regreso mi cara a Juan, que sigue tirando a canasta y ahora me parece mala idea haberme bajado aquí. Hay demasiados trabajadores mirando y demasiados deportistas saludándonos. No es que no me guste relacionarme con otras personas, pero no es algo que suela hacer o me salga natural. Me siento forzado si tengo que hablar con desconocidos y me pongo tenso. En este mundo uno nunca sabe cómo te van a salir y acabas sintiendo que tienes que desconfiar de todos. Nos preparan también para ello. O al menos, para saber confiar bien. Tener fama y dinero atrae muchos problemas, los problemas ensucian la imagen de uno y la imagen de cada uno de nosotros está unida al equipo como entidad colectiva. Un error puede hacerte perder mucho: el trabajo, la fama, el dinero... Llevo años trabajando en esto y sé perfectamente cómo funciona el mercado. Aunque siempre te pueden engañar, uno aprende quién sí y quién no.

—Estás pensativo. —Juan me tira el balón directo al pecho sacándome de la nebulosa en la que me encontraba.

—Solo estaba dándole vueltas a esto. —Muevo la cabeza hacia el gentío.

—¿A qué? —Espera que sea más exacto con mi respuesta.

—A la vida que vivimos. Somos afortunados.

—Todo tiene su lado bueno y su lado malo. Ya lo sabes.

—Lo sé. —¿Lo sé? Me pregunto mentalmente.

—Tú a veces te agobias con demasiadas cosas. Eres un tío huraño. Te quedas ahí cocinándote a fuego lento en tus propios pensamientos y haces una montaña de un grano de arena.

—¿Parezco huraño? —Levanto una ceja.

—Lo peor es que no. Pareces un tío engreído y narcisista. Al menos esa es la idea que refleja tu imagen. Sorprende luego verte así.

—¿Así cómo?

—Más reservado, prudente y algo tímido. No lo eres cuando estás con nosotros.

—¿Y cuándo lo soy? —Me atrevo a seguir preguntando.

—Cuando hay alguien externo. Por ejemplo, esta mañana. Con la muchacha esa.

—Se llama Bibi —aclaro porque me da coraje hablar de ella como si no nos supiésemos su nombre.

—Lo sé. Lo que yo te diga. Llegó ella y te encerraste. En todo tu cuerpo suena una alarma que grita: desconocido a la vista, pi, pi, pi, desconocido a la vista —dice emitiendo un sonido de robot y acercándose para golpearme el muslo con su pie.

—Eres un exagerado. No es así.

—Un poco sí lo es. Está bien. Todos nos ponemos nuestros límites y todos tenemos miedos. Llevamos juntos muchos años, Gus... Logramos parar lo que pasó, no se tiene por qué repetir.

Sé que he cambiado el gesto de la cara, porque Juan se ha vuelto más serio. Sé a qué se refiere y no tengo ganas de hablar sobre ello en estos momentos. Él entiende mi preocupación y eso es lo que me basta y me satisface. Juan y yo entramos al equipo casi a la vez. Todos estos años hemos trabajado codo con codo y fue uno de los primeros en levantarme cuando me hundí. Le debo mucho a este equipo y no quiero defraudarlos.

—Lo siento. No quise sacar el tema.

—No tienes que disculparte. Suelo acordarme de él a menudo.

—Tampoco es cuestión de que te martirices con ello. Han pasado cuatro años...

—Fue una vergüenza enorme. Enorme. Tú estabas allí... Si eso hubiese salido... Si hubiese salido, todo se habría acabado.

—Yo solo veo lo que hay ahora, Gus. No salió y tú sigues jugando como lo que eres: una estrella del baloncesto. Levanta ese culo apretado de gimnasio que gastas y paséalo por aquí un rato. Te vendrá bien el aire.

Un amor de alturaWhere stories live. Discover now