Capítulo 40: Desaparecidos

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Los golpes en la puerta logran despertarme. Estiro mi cuerpo todo lo que puedo. Esta cama es grande, pero se me siguen saliendo los pies si me estiro demasiado. En cuanto finalicen los Juegos Olímpicos juro que me tiraré en mi cama y dormiré como si no lo hubiese hecho nunca. Descansaré como un niño pequeño y terminaré soñando más que en toda mi vida. Los golpes en la puerta vuelven. Esta vez más intensos. Desenredo los pies de la sábana ligera que me los cubría y me coloco las zapatillas. Enredo mis dedos en el poco pelo que tengo, aunque cada vez parece serlo más, y camino hasta el pasillo junto al servicio. He visto la hora nada más levantarme. Sé que no llego tarde a ningún sitio. Coloco mi mano derecha en el pomo de la puerta y la abro con la máxima tranquilidad. Me mira exigente y me realiza un barrido de arriba abajo.

—¿Le abres la puerta a todo el mundo en calzoncillos?

—A todo el mundo no. Solo a los que aporrean mi puerta a las diez de la mañana.

—¿Y Bibi? —Frunce el ceño y susurra.

—Dentro —susurro como él mientras señalo hacia el interior—. La he descuartizado en pequeños trozos y voy a comérmela ahora. —Sonrío.

—¡Joder, Gus! —exclama—. Por un segundo me has asustado.

—No soy caníbal, tranquilo. Solo estaba durmiendo.

—¿Qué haces todavía dormido? No has bajado a desayunar.

—Anoche caí en la cama bastante cansado y... No sé. ¿Qué más da? No tenemos entrenamiento hasta la tarde.

—Ya. No tenemos entrenamiento hasta la tarde, pero ¿piensas dejarme así hasta la tarde?

—Así, ¿cómo? —Juan se abre paso y entra hasta la habitación. Cierro la puerta tras su cuerpo y le contemplo sentándose en la cama de Fran.

—Sin saber qué paso ayer con Bibi.

—No te creo. —Niego con la cabeza—. Te juro que no te creo. ¿Me has despertado solo porque eres un cotilla?

—No. —Me mira serio—. Te he despertado porque me interesa saber si piensas que el cambio climático afecta de lleno a las especies marinas y si consideras que las tortugas están en peligro de extinción.

—Tú sí que estás en peligro de extinción, Juan —respondo mientras me siento en el borde de mi cama y bostezo.

—Ahora... ¿Qué pasó ayer? —Me mira sonriendo.

—No pasó nada. Me llevó a un sitio especial para ella y me contó cosas importantes de su vida. Fue muy bonito. Con las mismas regresamos al módulo, nos despedimos a la entrada y cada uno a su cuarto a descansar.

Juan sigue en la misma posición. Quieto. No se ha movido ni un poco. Sus piernas están cruzadas, una por encima de la otra; su codo derecho está sobre su rodilla más alta y su otra mano descasa delante de su codo derecho. Tiene apoyada la barbilla sobre sus nudillos y me sorprende que pueda seguir por más segundos en esa postura.

—¿Qué? —Frunzo el ceño.

—¿¡Cómo que qué, Gus!? ¿Crees que vengo para que me lo resumas de esa manera? Me gustaría saber cómo fue, qué hicisteis, adónde fuisteis, por qué regresasteis de allí... No sé. ¿La miraste con amor?, ¿te dijo ella algo sobre lo que siente?

—Mmm... Creo que lo he resumido perfectamente.

—¿Te crees que me voy a creer que no ha pasado nada? ¡Vas tú listo! Mira que sabía que los catalanes erais agarrados, pero no esperaba yo que tanto.

Bufo y me río. Me estiro hacia atrás tumbándome en la cama y respiro hondo con la mano izquierda en mi pecho. ¡Tan temprano en la mañana! ¡Recién despertado! ¡Esto es un suplicio!

Un amor de alturaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora