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Había fallecido hace unas dos semanas

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Había fallecido hace unas dos semanas. Al menos eso me había dicho Eddie en una de mis caminatas nocturnas-diurnas-vespertinas. Siempre salía a experimentar cuánto podía alejarme de la zona-cuerpo, había alcanzado una nueva marca que eran cien metros. Allí conocí a Eddie.

Tenía treinta años y barba de dos días en el mentón. Vestía una bata de baño, un pijama de dos piezas y pantuflas, además de que siempre aferraba un tazón de cereal y leche con una cuchara en la mano. Pero lo extraño de Eddie era que su pijama estaba empapado de sangre grumosa y borgoña como si hubiesen vertido un licuado de frutos rojos con pulpa sobre él.

Dijo que su exnovia lo había apuñalado mientras desayunaba, pero para entonces era su novia sólo que él había decidido terminar con ella dos segundos antes de estirar la pata. Recalcó que estaba chiflada y que él no lo había sabido hasta entonces. No podía adivinar cómo alguien no sabría que la persona a su lado estaba chiflada, pero luego recordé que mi mejor amigo, Kevin, una vez había salido con una chica que creía en los extraterrestres.

La eterna sangre derramada de Eddie comenzaba a vertérsele desde el corazón porque había comenzado en esa parte del cuerpo y luego descendía de a poco hasta su... te das una idea. Le había enterrado un cuchillo de cocina, uno de acero inoxidable que había sido una ganga cuando lo compró. Pero ella no se había conformado con aquella cuchillada ya que su novia había decidido que quería dejar su cuerpo como una coladera o practicar acupuntura con él.

Lo más gracioso, si es que lo era, era que aquella había sido su primera novia. Él jamás había sido bueno con las mujeres ni eligiéndolas.

Eddie era muy vergonzoso porque siempre estaba masticando cereal, a veces trataba de cubrirse con una mano cuando hablaba. No importaba cuántas veces tragara, su desayuno siempre estaba ahí como mi olor a cloro o el agua escurriéndose de mi cabello.

Él había sido un cerebrito en vida, se había graduado de la secundaria a los doce años y a los treinta ya era profesor, en universidad, de cálculo y matemáticas avanzadas. Pero lo único que tenía para probar su inteligencia eran unos chuecos anteojos de montura gruesa delante de su rostro. Había encontrado a Eddie tratando de dar una clase imaginaria, me había sentado a escuchar y fingir tomar nota, eso resultó agradarle y desde entonces nos habíamos hecho grandes amigos.

—Mi alumno estrella —comentaba cada vez que me veía.

—Hola, Eddie —lo saludé.

—¿Qué haces por aquí? Las clases no son hasta el amanecer.

Observé el cielo, estaba negro y había muchas estrellas, pero no atinaba a comprender qué hora era, mi mente funcionaba lenta.

Pero había cosas que sabía sin comprender cómo podía saberlas. Las deducía, por ejemplo, predecía cuando una persona estaba a punto de llorar. A su vez, existían conocimientos que había olvidado tales como atinar el tiempo, si la luna correspondía a la noche o el día, nombres de presidentes, en qué país estaba, el segundo idioma que había aprendido y otro montón que ya había olvidado.

Pensar en asuntos como esos me desesperaban. Pateé hierba con mi pie descalzo y lo hice tan fuerte que arranqué un pedazo de tierra.

 Regla número siete: podemos mover cosas, pero esos objetos sólo se mueven para nosotros, los vivos no perciben el traslado. Es como si estuviéramos en una realidad alterna a las personas.

 Eso lo había comprobado destrozando el arbusto que estaba a dos metros de mi tumba.

Me hallaba enojado porque mi hermana había llorado frente a mí, informándome a moco tendido que ya no era la graciosa de la clase. Entonces me encabroné. Lo había hecho añicos con mis puños, había gritado teatralmente mientras Rocky continuaba vigilando con el entrecejo arrugado Dios sabrá qué.

Pero después de un tiempo, no sé cuánto, cuando había aparecido el jardinero o cuidador o fuera lo que fuese el hombre con overol, había regado los restos descuartizados, las ramas pisoteadas y las hojas dispersas como si todavía siguiera allí, ensamblado y vivo.

—¿Cómo sabes que es el amanecer, Eddie? —pregunté cuando la frustración se esfumó de mis músculos.

Él había masticado cereal con aire pensativo antes de responder. El cementerio estaba tan oscuro que su sangre refulgía a la luz de la luna como brea esmaltada, oscura y con un tenue brillo. Una niebla codiciosa acaparaba todo el suelo, era densa, blanca y espesa. Me hacía creer que caminaba entre nubes y ese, irónicamente, era el único cielo que tendría.

—Pues no hay nadie aquí ¿O sí?

—¿Y eso?

—La gente duerme de noche, por eso sé que es de noche.

—Pero nosotros no dormimos y somos gente.

—Mmm —Tragó y me observó como si fuera una mente brillante con los ojos resplandecientes—. Tendré que averiguarlo.

—No sé cuánto tiempo pasó desde que morí —lamenté desplomándome cerca de una anciana.

Ella observaba las estrellas con la espalda recostada contra una cruz de hormigón, había sido abogada, lo suponía por su traje, no lo sabía con exactitud ni podía preguntarle porque era una de los mudos, los que jamás se movían ni hablaban.

La niebla me cubrió como si deseara devorarme, traté de arremolinarla con mi mano mientras colocaba mis codos en las rodillas.

—Mira las fechas de los epitafios, bonito, para eso están.

—Pero no sé qué año es —insistí—. No me importa en qué año morí, quiero saber qué año es. Eddie, no ayudas.

—Ya, ya —alzó las manos y desvió la conversación—. ¿Cómo van las cosas con tu novia?

—Todavía no vino a visitarme.

—Todas son iguales —afirmó como verdad ineludible.

Una chica estaba bailando en medio de dos árboles oscuros a la poca luz del cielo, daba piruetas debajo de las ramas o giraba mientras las sombras proyectadas por ellas la oscurecían. Bailaba como un rombo con su pie curvado al recibir el peso del cuerpo. Estaba a diez metros, pero nos escuchó y alzó la voz:

—No todas son iguales, maldito machista.

Eddie se volvió molesto hacia ella.

—Disculpa ¿Acaso te pedí tu opinión?

—Yo tampoco pido tus estúpidas clases todos los días, sería bueno que te limitaras a desayunar y cerrar la boca.

—¿A alguien más le molestan mis clases? —inquirió a las personas de alrededor, abriendo los brazos en gesto global y haciendo que su desayuno se meciera en el tazón.

Hubo un retraído coro de afirmaciones.

—Me gustaría saber que me ha olvidado —proseguí volviendo a mi problema—. Pero a veces me pregunto si hice algo mal y en realidad ella nunca me amó, ni como amigo ni como nada.

Arranqué un poco de pastó y lo observé descender.

—Pues las personas a veces... ¡No aprecian lo bueno! —contestó alzando la voz y deslizando sus ojos alrededor como si estuviera dando una de sus clases.

—Me voy —dije cuando supe que se aproximaba otra vez la historia de cómo había ido a trabajar en la casa presidencial.

—Te veo en la clase de hoy —Le levanté el dedo medio y agregó—. No llegues tarde o tendré que suspenderte otra vez. 

Los colores del chico invisibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora