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 Me dirigí a buscar a Ed y Bianca

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 Me dirigí a buscar a Ed y Bianca. En el camino una voz me detuvo.

—Hombros rígidos, grades zancadas, puños apretados y mentón firme. Algo me dice que estás decidido a irte.

Me detuve y volteé hacia él, tardé un segundo en recordar quién era. Se trataba del anciano que sufría demencia y había muerto en un sanatorio mental. Pero en donde los otros veían poco juicio, un chiflado poco productivo para la sociedad, yo veía un poeta, un maestro, un Frankenstein que había sido mal interpretado como monstruo.

—Fui a la guerra ¿Sabes?

—¿Guerra? ¿Para este país?

Él se encogió de hombros, tenía los brazos cruzados y se veían manchas marrones en el dorso de sus manos.

—No sé para qué país fue, tampoco importa porque todas las guerras terminan igual —suspiró—. Tal vez no empiecen por las mismas causas, pero te puedo asegurar que todas, cuando se desarrollan, son iguales.

Su voz sonaba como si agonizara y me fui acercando lentamente a él.

—Había un muchacho ahí, pero para ese entonces yo también era un muchacho. Era una guerra muy enorme. Había barro y humo por todas partes. Recuerdo que corría y pisaba balas, cuerpos, el piso se deslizaba como si no quisiera que yo lo tocara. Avanzaba a tumbos cargando un arma. El ruido... jamás escuché nada tan fuerte. Me caí y aterricé al lado de un herido. Era de mi bando pero no lo conocía. Su estómago estaba tan abierto como la grieta entre continentes, de seguro le dolía, pero... no lo parecía. En medio del mismísimo caos engendrado, él estaba viendo una arrugada y manchada fotografía de una familia numerosa. Apuesto mi alma a que era su familia, padres, hermanos... y sus ojos. En sus ojos había paz, pero no era porque estuviera a punto de morirse, no, le faltaba para eso. No, no. Era porque —Observó el vacío—, de alguna extraña manera él había encontrado su paz, había dejado todo atrás, el ruido, el caos, la muerte, las balas, el barro, su mente lo había borrado del mundo, como si no existiera, porque todo lo que existía para él en ese momento era la fotografía y la miraba y lo ponía feliz.

No sabía qué decir y tragué saliva.

—Es extraño que no recuerde ni mi nombre, pero pueda recordar la cara del muchacho como si lo viera ahora, con mis propios ojos. Tal vez fue porque me tocó el alma, me impresionó o tal vez porque tengo una memoria lamentable y tonta. Sea como sea, es un buen recuerdo. Él mismo creó su paraíso, en un infierno literal lo creó y no se permitió escapar ni un segundo de aquel Edén. ¿Tú pudiste hacer lo mismo? ¿Pudiste crear tu paraíso, chico mojado?

—Sí.

Noté que ya no me miraba a mí, observaba un ramo de margaritas que descasaba a sus pies. Me aclaré la garganta, pero no despegó sus ojos de las flores, las observaba perdido, metió las manos en los bolsillos como si meditara.

—¿Quiere que me las lleve?

—Nunca las quise en vida —admitió—, jamás me gustó la idea de cosechar algo hermoso para luego asesinarlo cuando está joven y fresco ¡Seguro fue idea de Harry Truman! ¡Cómo odio a Truman!

—¿Quién?

—No sé, creo que quemó una casa ¡De seguro él me trajo esas flores olorosas, feas y ridículas!

Me incliné para llevarme las flores.

—¡No las toques, son mías! ¡Las odio, pero me las quedaré para variar! No está mal cambiar un poco, ni intentar cosas nuevas. No está mal cambiar —pensó aquella palabra—. Cambiar.

Supe que la conversación había terminado, me alejé y observé la triste figura por encima de mi hombro mientras me marchaba.

Podía jurar que lo vi inclinándose, oliendo el aroma dulce de aquellas flores muertas y sonriendo porque había cambiado.

Los colores del chico invisibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora