XXVII: El Señor de los Dragones del Centro

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Extracto de "Mi encuentro con el Señor de los Dragones" de Eneida. 
(Libro prohibido, su distribución ha sido vetada y su autora ha fallecido de forma misteriosa. Los ejemplares sobrevivientes permanecen bajo custodia).
Página 10, párrafos 3, 4 y 5
"¿Qué por qué a él le tocó ese tipo de vida? Él no lo sabía. Pero tomó las maletas (que no es que tuviera muchas cosas más que sus collares, una capa vieja y un montón de oro), y partió de ahí. Tenía 400 años. Es decir, en términos del ciclo de vida de los Señores de los Dragones, era apenas un muchacho. Iniciaba la adolescencia.
Bakugou es su nombre. Un Señor de los Dragones silencioso y distante. Serio, pero extremadamente curioso. Cuando le dijeron que podía partir de viaje, no lo dudó ningún instante.
Él jamás se imaginó todas las cosas con las que terminaría encontrándose...".


———


Viajar.

¡Qué amplio es el mundo!

Cuántos amaneceres y anocheceres diferentes vio. Cuántos tipos de montañas. Cuántos ríos y lagunas. Cuántos diferentes tipos de lagartijas se comió. En cuántos lugares distintos preparó sus fogatas.

Cuánta gente variada conoció.

Viajar, viajar como forma de respirar. Viajar, viajar como forma de ver.

Ver, de verdad.

Ah, recordaba todos aquellos primeros encuentros.

El primer encuentro con el pequeño y ruidoso Hizashi, guardado en su Montaña de la Canción.

El primer encuentro con el delgado y serio Tsunagu, joven Señor de la Montaña de la Seda.

Cuántas cosas aprendió.

Cuántas cosas le enseñaron.

Fue Chizome el que le enseñó a pescar con una lanza. Los pies desnudos sumergidos en el agua cristalina. Los peces nadando cerca de la orilla, atraídos por la carnada que flotaba a sus alrededores.

Eneida le enseñó a leer y a escribir, su paciencia era remarcable. Ella, en vez de exigirle que aprendiera la lengua corriente, como solían hacer los demás, aprendió a hablar como lo hacía él. Aprendió a traducir su lenguaje para los demás.

Tsunagu le enseñó a coser.

Hizashi le enseñó a cantar historias.

Un día, pensaba él, cantaré para mis hijos.

Tenía 400 años cuando le ordenaron marcharse. Él no sabía ni a dónde ir ni por qué. Había estado siempre en esa montaña, su montaña, con sus dragones, generalmente solo, hablando el idioma que le enseñara su padre hacía siglos.

Tomó la capa roída de viaje que había heredado de su progenitor, un mapa, el oro que le proveyeron y su colección de collares.

Los collares estaban hechos con los colmillos que sus dragones bebés fueron tirando conforme fueron creciendo. Él usaba materiales distintos para pintarlos. Combinaciones de flores, aceites, minerales y más. Algunos los conseguía dentro de la montaña. Otros se los traían sus dragones de afuera.

Lo primero que hizo al salir de su montaña fue mirar al mapa y, tras un rato, concluir que, en realidad, no tenía la menor idea de en dónde se encontraba. Había dos montañas más cerca de la suya, a un costado se desplegaba un valle cubierto por un bosque salvaje y dentro de él se levantaba una meseta sobre la cual reposaba un viejo e imponente castillo.

Mi Señor de los DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora