LIV: Serenidad y furia

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Extracto de cuaderno de notas anónimo
Página 46, líneas 4-8
"Ustedes, hijos y descendientes míos, ustedes serán quienes tendrán al futuro en sus manos. De ustedes depende llevar a nuestra familia hacia la grandeza. Tomen todo por lo que mi padre, su padre y el padre de éste han luchado y han entregado sus vidas. Tomen aquello en lo que yo moriré soñando. Sean tan grandiosos como yo los he imaginado en mi cabeza. Enorgullézcannos. Yo estaré al lado de las Divinidades, observándolos, guiándolos, dándoles fuerza y alegrándome por ustedes".


———


Cuando Enji llega a la escena del último ataque de Bakugou, donde su Trueno Violeta se impactó con el Fuego Azul de los Todoroki, sabe bien que es imposible que no haya habido bajas...

Bajas importantes.

Al fondo de la escena, entre el bosque y el Monte de los Dragones, se sigue elevando la pared de Grandes Potestades que, de momento, evita que Brahman se aproxime. El dragón ruge guturalmente, su bramido inyectándose a la tierra y haciéndola temblar.

Alrededor de donde Bakugou había estado de pie, los árboles están en llamas. Llamas azules se alimentan violentamente de todo lo que encuentran, incluyendo a las más débiles llamas naranjas que se han encendido aquí y allá. Un enorme círculo ha quedado desnudo, con los troncos trozados o arrancados de raíz. Cubre a todo una capa negra de cenizas.

Enji podría jurar que ha llegado al mismísimo inframundo, ahí donde la luz de las Divinidades no llega.

Pero no puede rendirse ahora. No puede flaquear. No puede titubear.

Produce el sonido de un chasquido para que su corcel retome el trote, un trote suave hacia el terreno de pesadillas, en el cual el viento se dedica a mecer las lenguas azules de las llamas, así como a levantar nubecillas de cenizas.

Un movimiento repentino le llama la atención. Cuando dirige la vista hacia allá, ve a sus dos hijos mayores avanzando hacia él. Le invade el alivio, pero no permite a dicho sentimiento quedarse por demasiado tiempo en su pecho.

Es un sentimiento peligroso. Debe estar alerta, con los nervios al tope y la adrenalina al máximo.

Dina y Mita están grotescamente heridos. Mientras los ve acercarse, Enji sopesa si podrán seguir luchando o no. Dina tiene un hombro achicharrado, un buen pedazo de él ha desaparecido y lo que queda sangra de forma fea, exhibiendo carne ulcerada. La mitad de su rostro y el resto de su brazo exhiben también quemaduras de menor gravedad, y un evidente rengueo indica que debe haberse lastimado una de las piernas.

Mita está en peor estado. Tiene la cara cubierta de sangre y Enji puede predecir que ha perdido uno de los ojos. El restante se mantiene apenas abierto y sangra también. Si no fuera por la guía de Dina, Mita probablemente no podría hallar su camino. Una de sus orejas también ha desaparecido y en sus torso y brazos se extienden feas quemaduras, como una enfermedad virulenta que se ha apoderado de él.

Cuando llegan y se detienen ante él, Dina no puede evitar romperse un poco. Apretando los dedos en los de su hermano, los ojos se le llenan de lágrimas.

—Caballero —murmura con escasas fuerzas—, el Caballero Straiv... —su mirada se dirige hacia donde, sin duda, vaticina Endeavor, ha de yacer el cadáver de su hermano menor—. Él... él...

Endeavor cierra su alma. Cierra su corazón, le impide sentir, le impide expresar nada más que la simple determinación que sabe que necesita para continuar con su cometido.

—Él ha dado lo que tenía que dar para garantizar el futuro de nuestra familia —responde con una serenidad sobrenatural.

Una serenidad cruel.

Las miradas de sus hijos se clavan en él, incrédulas.

—¿Eso...? —masculla Mita con los labios purulentos—. ¿... eso vas a decir cuando nosotros nos muramos también...?

—No pienses como un debilucho, Sión —gruñe el caballero, adoptando el nombre de caballero de su segundo hijo en un intento de recordarle que lo que están haciendo es más importante que ellos mismos.

Ningún sacrificio es en vano, ningún sacrificio es demasiado, no si así lo han designado las Divinidades.

Por un instante fugaz, mientras desciende de su bestia y empieza a encaminarse hacia el sitio de la explosión, dejando a sus hijos atrás, Endeavor piensa en Shouto.

Si todo lo demás fallara, racionaliza, si ni Dina, ni Mita, ni yo sobreviviéramos, siempre estará Shouto para heredar el reino que dejaremos en sus manos.

Pasa sobre las ramas, piedras y troncos rotos y chamuscados. Deja huella entre el polvo grisáceo. En el camino, es probable que haya pisado también alguna mano o algún brazo.

Se detiene a unos pasos de la silueta de Bakugou, quien, para ese momento, intenta ponerse de pie. Sus rodillas, uno de sus codos y una de sus manos se clavan en la tierra.

Su espalda es una herida abierta que le sangra al cielo. Endeavor extiende los dedos de una mano y de ella surge una luz lánguida y elástica. Una llama azul que se moldea en la forma perfecta de un látigo.

Endeavor eleva el brazo.

Y asesta el primer golpe.

Bakugou lanza un alarido de dolor. Endeavor mira como una nueva quemadura se dibuja en la piel ya llagada. Repite el proceso. Dos, tres, cuatro... deja de contar.

Bakugou sólo grita las primeras veces. Después aprieta los dientes y eleva unas irises iracundas, entrecerrando los ojos cada vez que el látigo se estrella contra su carne lacerada. Finalmente, Endeavor se detiene. Le contempla de vuelta un instante y después se agacha.

Bakugou, ¿qué es lo que quieres? —cuestiona.

Los dedos del Señor se clavan en la tierra.

—¿Quieres a tu esposa? —prosigue Endeavor, no esperando realmente recibir una respuesta—. Yo sé dónde puedes encontrarla.

Bakugou exhala como un animal enfurecido y por fin endereza el otro brazo, introduciendo también los dedos de la otra mano en la tierra calcinada.

—Deja de distraerte con nosotros. Ve con ella, ¿no es eso lo que quieres? —Enji eleva la vista y entonces señala hacia algún sitio con la mano. Bakugou mira hacia ahí—. Ahí, en el centro de Drom, en Farinha, ahí es donde sin duda hallarás a tu esposa. Dirígete hacia ahí con todos tus dragones. Oblígales a darte lo que es tuyo. No permitas que nadie se te oponga.

Tras decir eso, baja la mano. Bakugou gruñe un poco, pero, después, ruge.

Ruge con dolor y con ira y con desesperación. Enji se pone de pie y lanza una llamarada en espiral hacia el cielo, señal para que los Sangres Viejas se detengan y se alejen cuanto antes de los dragones.

La pared de Potestades se deshace casi al instante. Y, para cuando lo hace, Brahman ya tiene la mitad del monumental cuerpo fuera de la montaña.

Katsuki vuelve a gritar, desgarrándose la garganta al intentar expresar algo que ni él mismo entiende. Enji se da la vuelta y se aleja tranquilamente, listo para dar a los sobrevivientes sus siguientes órdenes.

Mientras camina, a sus espaldas Brahman desciende por la montaña como una serpiente colosal, se introduce al bosque y lo destroza mientras avanza hacia su Señor, con una multitud de dragones menores viniendo tras él, algunos en el aire y otros también en la tierra.

Enji sonríe.

Mi Señor de los DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora