XLI: Tiempos menos simples

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Extracto de "Mi encuentro con el Señor de los Dragones" de Eneida. 
(Libro prohibido, su distribución ha sido vetada y su autora ha fallecido de forma misteriosa. Los ejemplares sobrevivientes permanecen bajo custodia).
Página 98, párrafo 2
"
... a mi querido hermano, que siempre ha estado a mi lado, que jamás me ha abandonado y que me ha sostenido cuando todos los demás me han dado la espalda...".


———


En tiempos más simples...

Izuku se levantaba todos los días poco antes de que diera la primera hora de luz, cuando apenas el mundo estaba sacudiéndose las últimas sombras de la noche. Lo primero que hacía era acercarse a su cómoda de madera, que le llegaba casi hasta los hombros, y abrir su cajita de hojas de yerbabuena tratadas con cenizas para masticarse una. El sabor no era lo mejor del mundo, pero le mantenía los dientes limpios y mataba al mal aliento matutino.

Posteriormente salía por la entrada sin puerta de la casa, rodeando ésta para hallar, en la parte de atrás, la piedra cóncava en la que almacenaban el agua de rocío. Se mojaba la cara con ésta, que siempre estaba fresca, mientras escuchaba a Penny berrear como una especie de saludo de buenos días. Siempre tenía un montoncito de bayas reunido junto al cuenco, de modo que pudiera darle uno a la cabra antes de volver a entrar a la casa. Penny masticaba chistoso, moviendo la quijada entera de lado a lado y mirándolo con seriedad. La cabra siempre se movía dentro de su cerca al punto que estuviese más próximo a Izuku y, cuando éste volvía a entrar a la casa, se quedaba del lado cercano a la entrada e iba soltando ruiditos aleatorios, como si no tuviese nada más interesante qué hacer en la vida.

Inko Midoriya solía estar ya en la cocina minutos después de la primera hora de luz. Izuku la ayudaría a sacar las cosas para el desayuno y acomodaría la mesa mientras ésta cocinaba. A veces comían crudo, otras veces cocido al fuego. A veces comían con cremas y otras veces con mieles. A veces el desayuno consistía en quesos con fruta y otras veces en yogurt y cereales. O, en ocasiones, simplemente sacaban un poco de pan con mermeladas y mantequilla fresca.

Después del desayuno, Izuku se iría al taller a trabajar. El taller estaba a veintinueve pasos de su casa. Los contaba a diario, metiendo los pies suaves en la tierra pegajosa y de terciopelo que centelleaba en tono chocolate tras alimentarse del rocío y de la mañana. La cabra macho del vecino de enfrente, la que solía emparejarse con Penny y ser padre de sus pequeñas crías, acostumbraba seguirle desde su casa hasta el taller, masticando algún pedacito de paja en el camino. Le dejaba en la puerta y después, vociferando en su voz aguda, regresaba a casa y saludaba a Penny, como asegurándole que "su paquete había sido entregado a salvo".

El taller del viejo Bahnto era el más grande de los tres que había en Baraca y estaba construido enteramente de madera. Adentro olía a aserrín y el suelo estaba compuesto por serrín viejo que ya se había aplastado y se había mezclado con la tierra, formando una pasta de textura extraña que se hundía y gruñía cuando se pasaba sobre ella. El taller tenía múltiples ventanas en las partes altas de las paredes, las cuales permitían que la luz natural entrara e iluminara a los jóvenes mientras trabajaban. El viejo Bahnto siempre estaba al fondo, trabajando tras su escritorio, normalmente sentado, explorando superficies y texturas con una lupa y masticando algún pedazo de corteza de árbol bañado en miel, su botana favorita. Aseguraba que eso le mantenía los dientes saludables y fuertes y, había que admitir que, para sus 128 años, tenía una dentadura envidiable. El viejo Bahnto era un poco calvo y su piel se veía rasposa, como un trozo de lija o de estropajo. Pero, además de eso, contaba con excelente salud y bebía hidromiel hasta hartarse en todas las celebraciones de Novaño.

Mi Señor de los DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora