XLVIII: El Monte de los Dragones

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Extracto de cuaderno de canciones
Página 3, canción 2, párrafo 1
"En la Montagna doa Seda
Ce là donde conocím
Un pequeno Segnor
De la medida d'un alfiler
En s'expression sempre una sonrisa
Tranquila et silente et sin fin
S'un joven maestro tejedor
Un novo ermanito para conocer".


———


Taishiro observa la escena sin saber qué hacer. El corazón le duele. Siente el pecho lleno de un humo asfixiante y venenoso. Quiere desparramarse sobre el suelo y desaparecer, y ni siquiera entiende por qué siente todas esas cosas.

Tsunagu reposa sobre la tierra, con una de las manos de Hizashi sosteniéndole la cabeza. A sus alrededores se ondean los árboles calmos que crecen a las afueras de Marcelle, a donde han venido a refugiarse para poner a Tsunagu "a salvo". A la distancia, el mar se extiende hasta donde la vista alcanza, dibujando una línea recta ahí donde el mundo se acaba.

La desesperación severa que sienten los dos Señores de los Dragones que no están infestados de heridas mortales es grotesca y aterradora. Pero ni Hizashi ni Taishiro pueden hacer nada para combatir el aroma a muerte que ya se ha apoderado de Tsunagu. Su cuerpo ha perdido calor mientras que ellos dos sienten que las pieles les hierven.

—Tsunagu, por favor, por favor, ¡te lo ruego!

Taishiro no lo entiende. Hizashi debe saber tan bien como él que...

Que ninguna súplica va a cambiar algo. El cielo sobre sus cabezas está del color de los moretones. Oscuro y lleno de nubes coaguladas. Terrorífico. Luces moribundas de color ámbar se escapan en el horizonte. Hizashi llora y brama y la voz se le retuerce en la garganta con un dolor tan palpable que Taishiro siente cómo el mismo le quema las venas y le devora las entrañas con la fuerza de la mandíbula de un dragón.

Taishiro eleva una gran mano hacia los dos hermanos. De pie a unos pasos de ellos, quisiera hacer algo por salvarlos, pero...

Vuelve a bajarla. Lágrimas empiezan a caer de sus ojos.

—No te vayas, no te vayas tú también...

Su voz se ha debilitado. Como si empezara a aceptarlo, a resignarse a que sus palabras no van a cambiar nada. Solloza y el aire incendiario le explota en los pulmones, en la garganta.

Tsunagu dirige los ojos hacia él. Rojos como los atardeceres, como los grandes fuegos y como la sangre que lame su piel blanca.

Taishiro cree percatarse del temblor más minúsculo entre los dedos de una de las manos del Señor agonizante. Como si hubiese querido mover dicha extremidad, alzarla, pero las fuerzas no le hubiesen alcanzado. Así que la mano permanece inerte sobre el suelo, comprendiendo que jamás volverá a levantarse.

—Por favor...

Taishiro sospecha que Hizashi ya ni siquiera sabe a quién es que le está implorando, porque es obvio que no puede ser a Tsunagu.

Es obvio que sabe que a Tsunagu sus ruegos no van a ayudarle, o forzarle, o convencerle de conservar la vida.

Tsunagu ya se ha marchado y lo único que queda de él son los resquicios de quien fue, todos acumulados en un cuerpo físico que pronto pasará a convertirse en polvo, en cenizas, en un recuerdo que pertenecerá a otros.

Tsunagu se ha marchado.

—Hiza... shi...

Taishiro abre grande los ojos. No puede creer que todavía le queden las fuerzas suficientes para hablar.

Mi Señor de los DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora