Capítulo 7. La sala.

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Natalia se despertó con una ligera resaca. Maldita María y su verborrea. Al final las cañas habían mutado en copas y algo de perreo. Cuando la morena se dio cuenta de que la cosa se podía complicar aún más cogió las de Villadiego y se fue sin decir nada. No le gustaba hacer bomba de humo, pero conociendo a su amiga era capaz de atarla a una silla.

Se desperezó y salió de la cama. Solo llevaba una camiseta de manga corta y la escayola. La miró asqueada y se dio cuenta de que la tenía toda pinturrajeada. ¿Qué coño? ¿En qué momento? Un flash le vino a la mente: María pidiendo un rotulador al camarero, María escribiendo en el yeso letras de canciones de Bad Gyal, María pasando el rotulador a cualquiera que anduviera cerca y África riéndose como una hiena. Tenía varios nombres, dedicatorias de toda índole, dibujos y algunos números de teléfono. Madre mía. Se sintió como una adolescente que le pide a sus amigos que le firmen la escayola. Tenía 31 años, por el amor de dios.


*Natalia*

Te voy a matar, hija de puta

*La Mari*

Shhhh habla bajito que me duele la cabeza

*Natalia*

JÓDETE, QUE TENGO LA ESCAYOLA QUE DA VERGÜENZA

*La Mari*

Qué dices de la escayola

*Natalia*

<Adjunta foto> 

ESTO

*La Mari*

QUE HABLES BAJITO TE ESTOY DICIENDO, HOSTIAS

La noche me confunde, Lacunza, qué te puedo decir

Ahora tu escayola tiene swag

*Natalia*

Lo que tiene es dibujada una vagina, desgraciada

*La Mari*

QUÉ DICES ME ENCANTA


Natalia dejó a su amiga por imposible y se fue a por un café y una pastilla mágica para la resaca. No estaba para morirse, pero lo suficiente para estar de mal humor. Mientras daba sorbos a la taza humeante se encendió un cigarro y salió a la terraza. Allí tenía una mesa y dos mecedoras, una pila con sillas en un rincón para cuando venían invitados, una nevera baja de bar que había conseguido María no sabía bien de dónde, y que encendía siempre que pasaba algo de tiempo en Madrid, como ahora, una barbacoa y cero plantas. Le gustaría tener aquello como una selva, pero con la vida que llevaba no podía permitirse el lujo de tener ningún ser vivo en casa. Le gustaba pasar tiempo allí, e iba siempre que podía, pero a veces estaba semanas sin poder parar en Madrid.

Miraba a los edificios que tenía enfrente mientras bebía y fumaba. Lo cierto era que se lo había pasado en grande. Jamás lo admitiría delante de la Mari, pero le había venido bien la salida para olvidarse del momento que estaba atravesando. No sabía vivir sin la música y le iba a tocar aprender a la fuerza. No tenía hobbies ni pasatiempos. No visitaba museos, ni iba a ver obras de teatro, ni le gustaba mucho la vida social, quitando a las dos pencas que tenía por amigas. Le invitaban a bastantes eventos, pero la vida agitada que solía llevar y la apatía general que la definía, y más con respecto a este tipo de acontecimientos, había hecho que nunca acudiera a ninguno. No le gustaban los focos, ni las entrevistas, ni el postureo que reinaba en ese mundo en el que se movía. Simplemente no iba con ella.

La sala de los menesteresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora