Capítulo 93. Galletas de mantequilla.

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Natalia llevaba dos duchas y seguía exudando alcohol por los poros. Se había puesto un paño húmedo en la frente para paliar el dolor de cabeza y había echado el bazo por la boca. Aún así, sonreía tirada en el sofá recordando la noche anterior. 

Quitando los numerosos morreos y las metidas de mano a escondidas del mundo cuando estaban juntas, podría haber sido perfectamente una noche más de fiesta con la Alba de hacía siete u ocho meses. Ya no era solo el amor, el deseo, la confianza lo que había echado en falta de ella, sino también esa parte suya tan terrenal, su persona fuera de la intimidad que provoca una relación sentimental. Se había enamorado de esa Alba divertida, escandalosa, con poca tolerancia al alcohol e incansable en el baile. Y había tenido la oportunidad de volver a pasar una noche de fiesta con ella. 

Si no fuera porque ya estaba enamorada hasta la médula, pensaría que, tras esas horas junto a la rubia, le gustaba todavía más. Eran tan fresca, tan graciosa, tan efervescente, que le hacía sentir viva sin necesidad de ir más allá de los parámetros de una amistad. No es que se conformara, pero en ese momento sentía que había conectado de nuevo con la Alba de andar por casa, la primera que conoció y por la que se afanó en restaurar las habitaciones de su personalidad para que no saliera huyendo al ver su desastre. 

Aprovechó la oscuridad del paño en los ojos para pasear por allí, orgullosa de la limpieza que ahora rezumaba su interior. Aún olía a pintura húmeda de la última habitación que había tenido oportunidad de reformar. Pasó los dedos por los muebles escasos y se vanaglorió de que apenas hubiera polvo sobre ellos. Las cortinas estaban recogidas en los laterales de las ventanas, dejando entrar la luz a raudales, bañando hasta la última esquina, donde antes se arremolinaban las pelusas de su desesperación. 

Las paredes brillaban con colores cálidos y en los pasillos retumbaba un tarareo conocido aunque ya casi inaudible. Rebotaba todavía el eco de la voz de Alba Reche en las aristas de su intimidad y no pensaba dejar que esos restos de su voz cantada, de su risa ronca, salieran volando por los ventanales. Pasó frente a la estancia de su corazón, llena de plantas en el balcón y en las estanterías, resaltando el verde y la madera el color blanco de los tabiques. No quedaba un resquicio de suciedad en ella, aunque parecía un poco desangelada con esa butaca ahora vacía en la que su rubia favorita siempre se sentaba a leer. Todavía olía a ella, a Alba Reche, cuyo olor no era otro que el de todas y cada una de las cosas que a Natalia le gustaban. 

Llegó a la habitación última y abrió, sin miedo esta vez. Una enorme pantera ronroneó a su paso y dejó la cabeza junto a su rodilla para ser acariciada. Quedaban todavía cicatrices en sus manos de los bocados despiadados del animal, y este, reconociendo sus propias dentelladas en su piel, las lamió con dedicación. Había aprendido una valiosísima lección: no se muerde la mano que te da de comer. Natalia le rascó detrás de las orejas y la bestia cerró los ojos, apacible. Ambos se habían echado tanto de más que tenían que volver a acostumbrarse a echarse de menos. 

Se sentó en su butacón de cuero negro con altas orejas y se cruzó de piernas. El animal, domesticado, se fue a su rincón a dormitar. Miró el piano contra la pared y la guitarra negra que fue la primera, su cuaderno sin estrenar sobre la mesita de centro y un café que empujaba fuera el hedor a miseria que antes habitaba la estancia. Las cortinas ya no estaba hechas jirones por las garras de esa bestia salvaje, sino que ondeaban, impolutas, con la brisa fresca de la mañana. Seguía siendo una habitación un tanto oscura, pero al menos ya los muebles y la pintura no se caían a pedazos por los arrebatos del felino insaciable. 

Abrió un armario empotrado y sacó una mecedora llena de polvo. La limpió con la manga y la colocó al otro lado de la mesita, frente a la suya. Quizá, algún día, si la fisio quería, podría sentarse a leer allí mientras ella inventaba su música de espaldas a su cuerpo. Tendría que llevar algo de luz al cuarto para ella. Podría tocar para Alba, con el piano, sus partituras nuevas cuando se sintiera capaz de crearlas, las viejas que tanto le gustaban, hacerla reír con melodías facilonas y letras delirantes y sonreír sin mirarla cuando le regañara por desconcentrarle de la lectura. 

La sala de los menesteresOnde as histórias ganham vida. Descobre agora