Capítulo 15. Tacto.

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Había estado con Natalia cuatro horas y tenía la sensación de haber estado cuatro meses. Se durmió nada más tocar la cama, pues la tarde le había absorbido toda la energía y la tensión acumulada hacía que le dolieran los músculos. Se despertó resacosa de ella. ¿No existían ibuprofenos para esa sensación? Sentía un ligero mareo cada vez que se asomaba a los recuerdos del sábado, mareo que le terminó de desestabilizar cuando, al poner la lavadora, olió la ropa que había llevado puesta. Apestaba a Natalia. Ese último abrazo había impregnado su ropa y su cerebro de su aroma a madera, a café, a helado de turrón. No le hizo ninguna gracia el latigazo de su estómago al olerlo de nuevo. 

¿Le gustaba? Claro, joder, era imposible que no lo hiciera, parecía hecha única y exclusivamente para gustarle a ella. Lo tenía todo: gracia, chulería, timidez, ingenio, ironía y una conversación en la que había que prestar atención a cada palabra escogida porque en algún momento vendría de vuelta. Era maestra en el juego de las palabras y eso era algo a lo que la rubia se podía hacer adicta fácilmente. 

¿Le gustaba de esa manera? No. Quería conocerla, quería saber más de ella, profundizar en el lago oscuro de su alma, sumergirse en él y empaparse hasta los huesos, bucear en sus aguas profundas y no salir de allí jamás. Quería tocarla sin tapujos, sentirla, acariciar sus ojos, su boca, su nariz y los pliegues de entre sus dedos, porque era una persona tan pura que resultaba imposible negarse al deseo de tener cerca de la piel su calor. Quería comprender sus procesos mentales, sus cambios de humor, su manera de pensar, la alteración que se había producido en su personalidad. Quería saber qué pelis veía los domingos por la tarde y qué carajos le había pasado a su corazón para cargar en su espalda esa pena inmensa. Quería conocer las cosas absurdas que le hacían reír a carcajadas y las canciones que le hacían llorar. 

Lo quería todo y lo quería ya, con la mala suerte de que era de Natalia Lacunza de quien estábamos hablando, y si algo caracterizaba a la cantante eran sus tiempos lentos y pausados. Tenía que ser paciente y ese adjetivo rara vez iba colocado junto a su nombre. Sin embargo, por aquella vez, lo intentaría. Dudaba de todo en la vida, y más aún con Natalia, pero si algo tenía claro era que quería que formara parte de su vida el mayor tiempo posible. No se le pasaba por la cabeza desprenderse de algo como aquello que tanto costaba encontrar, que tanto le llenaba el pecho y el pensamiento, y si para ello tenía que respirar profundo y esperar, lo haría sin dudar. 

¿La deseaba? Nadie en su sano juicio no desearía a Natalia Lacunza. Pero Alba no era como todo el mundo, pues la parte más atractiva de Natalia, y ya era decir, era la que no se veía. Que era una diosa era más que evidente. Tenía unas piernas para pasearlas con las manos, una tripa para morder, y una cara para perder la cabeza. Pero Alba no la deseaba como tal, le excitaba. Eso era. Sus miradas absorbentes, sus comentarios con sentidos ocultos, los gestos de su boca cuando paladeaba las insinuaciones, ese aire que tan bien manejaba como si supiera algo que el resto desconocía. Tenía un brillo de inteligencia en los ojos, y eso era lo que más le ponía. Le excitaba la mente, el cuerpo y los sentidos, pero no para acostarse con ella. No había pensado en ello. Pero no podía evitar sentir esa efervescencia ardiente cuando la tenía alrededor. 

Había química entre ellas, era obvio. Conectaban a muchos niveles y cualquiera desde fuera podría verlo. Sus cuerpos se electrificaban cuando estaban cerca y la tensión se podía cortar con un cuchillo. Se les secaba la garganta con una indirecta, se les volcaba el pecho con un roce de manos y se olvidaban de respirar cuando se miraban con su habitual intensidad. Pero de ahí a otra cosa más profunda había un tramo muy pedregoso, pues apenas se conocían de hacía una semana y media, por mucho que pareciera que se conocieran desde siempre. 

Sin embargo, no se podía negar que quería más. Necesitaba tomarse aquello con calma, por lo que invitó a cenar a su amiga más consecuente. 


La sala de los menesteresWhere stories live. Discover now