Capítulo 14. La oveja negra.

34.8K 1.3K 927
                                    

La terraza era parecida a la del bar del que venían, solo que más pequeña. Mobiliario de propaganda y una clientela de lo más variopinta. Se fue directa a una mesa que había libre para sentarse, pero Alba le agarró del brazo.


- ¿Prefieres dentro? La decoración es muy chula -le dijo con cara de inocencia. Tengo que romper esta barrera estúpida que tengo, necesito agarrarle los mofletes y comerle esa cara que tiene, pensó la morena. 

- Alba, no hace falta que un sitio sea bonito para que me guste. Me habría quedado a vivir en el otro bar y la gente estaba bebiendo en vasos de mini -se animó a darle un pequeño toque en la nariz con la punta de su dedo. Un avance es un avance.

- Pero eso era por la compañía -se hizo la importante mirándola desde abajo. Era cómica la estampa, la verdad.

- Todo es por la compañía, Alba -y señaló con un gesto de la mano el hombro de la rubia, en el que seguía apoyada.

- ¿Tengo que sentirme halagada porque me utilices de reposabrazos?

- No sabes cuánto. Va, vamos a sentarnos que nos quedamos sin sitio.


Al fin se separaron y a ninguna de las dos pareció gustarle. El paseo les había ventilado la mente, así que volvieron al ring y pidieron otro par de cervezas y la carta. Estaban sentadas una frente a otra, apoyadas en sus respectivas sillas. No hablaron hasta que les trajeron las bebidas y Natalia cogió un cigarro y le ofreció otro a su acompañante. Otra vez el filtro entre sus dientes y de nuevo un relámpago partiéndole el cuerpo por la mitad. Pero bueno.


- ¿Tienes hambre? -preguntó la rubia echando un vistazo al menú.

- Me podría comer un ñu ahora mismo -respondió dando una profunda calada.


Le inquietaba que la boca de Alba, al igual que le pasaba con su foto de perfil, tuviera conexión directa con su pantalón. No estaba acostumbrada. Desde Alicia había estado con otras mujeres, pero el sexo había terminado por ser más un trámite incómodo, un intercambio mercantil sin pizca de química que quería despachar lo más pronto posible. La excitación brillaba por su ausencia y se limitaba a ser una descarga de tensión acumulada. Ese era el motivo por el que había dejado de hacerlo: después se sentía terriblemente vacía.

Por eso se le atragantaba el aire cuando su cuerpo reaccionaba a esos detalles nimios de la rubia. Si fueran actos inequívocamente eróticos tendría sentido, pero no lo eran. Eran gestos cotidianos que se oscurecían en su mente por obra y gracia de la interlocutora. ¿La deseaba? No. Jamás había pensado en Alba de esa forma, no se había planteado cómo sería besarla, desnudarla, acariciarla. No había intentado imaginar el peso de su cuerpo menudo sobre el suyo, ni el calor de sus dedos en su espalda. No le había dedicado un segundo a pensar en el tacto rasposo de su lengua en su clavícula o en el sonido de su voz rota contra su oreja. Aquello no le importaba en absoluto.

Quería tocarla, eso no lo podía negar. Pero quería apartarle el flequillo de la cara cuando se ponía tímida, para verle mejor los ojos; le gustaría cogerla, alzarla en el aire y darle vueltas para escuchar su risa escandalosa estallar contra su cuello; ansiaba apoyar el mentón en su coronilla en un abrazo eterno, mezclar los dedos en su pelo. 

Apenas recordaba lo que era conectar tan genuinamente con alguien, y es por ello que estaba tan impresionada por todo lo que su cuerpo, amigo y esclavo de la soledad, parecía reclamar para sí. Nunca deseaba contacto, y ahora que lo hacía no sabía ni por dónde empezar.

La sala de los menesteresWhere stories live. Discover now