Capítulo 80. Año sabático.

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Estaba tratando a una señora que se había hecho un implante de cadera. Había intentado no preguntarle a Marta a qué hora tenía asignada a Lacunza para no darle una importancia que no tenía, pero había terminado por mirarlo ella misma en un momento en el que la recepcionista había salido al baño. Veinte minutos, veinte minutos faltaban nada más para tener sesenta en su única compañía, a medio desnudar o medio vestir, según se mirara, con la espalda embadurnada de aceite y un silencio más pesado que una vaca en brazos. Le estaba dando acidez de estómago. 

No es que temiera la memoria de sus manos en su piel, no esperaba que le removiera nada en ese aspecto, no era un jodido animal en celo, lo que realmente le preocupaba era ese silencio que siempre había sido cómodo entre ellas pero que, en aquel momento, solo de imaginarlo, le estaba dando ganas de vomitar. No es como si fuera una desconocida, era algo distinto, como si aquella falta de palabras fuera el mal menor: quizá hablar fuera todavía peor. 

Intentó despegarse de su propio cuerpo para observarse desde fuera. Con Encarna apenas hablaba cuatro frases al llegar y dos al despedirse. Podría hacerlo así con ella, concentrada en su trabajo más que en su compañía. Ese era un giro de ciento ochenta grados en lo que había sido su relación entre esas cuatro paredes, pero había que adaptarse al medio para sobrevivir a aquellas sesiones. Era un asunto de selección natural. 

Tenía claro que, como diría su madre, algo quiere la perrita cuando mueve la colita, y por una parte sentía una terrible desidia sobre sus intenciones, hastiada simplemente de tener que pensarlo, pero por otra le burbujeaba una curiosidad impertinente que querría ahogar en el pozo de su indiferencia. Pero ahí estaba la condenada, asomando la patita y poniendo cara de buena gente para que la dejara jugar. 


Bueno, tampoco pasa nada por querer saber qué es lo que busca de estas sesiones. 

Ya, pero esta persona tiene una labia que cuando quieras darte cuenta le estás pidiendo perdón tú a ella. 

Ni de coña, ya sabes que me he hecho inmune a su verborrea. 

JAJAJAJAJAJAJAJAJA Y UN COÑO PA TI, GUAPA. 

Eres gilipollas, pensaba que confiabas más en mí. 

Si yo en ti confío, en quien no confío es en ella. Como bajes la guardia, te hace todo el lío. 

Tengo la guardia bien arriba, ya lo sabes. 

Si las guardias están muy arriba hasta que están muy abajo. 

Solo quiero saber, no hago daño a nadie por dejar que muestre sus cartas. Curiosidad científica.

Me parece genial, pero ten cuidado. Le han servido cuatro canciones para tenerte en espera cinco meses. 

Aggg, odio cuando tienes razón. 


No tenía muy claro qué Lacunza iba a encontrarse. No le gustaba demasiado esa tipa segura de sí misma, con empuje, determinación y una pizca de soberbia que había visto en las dos ocasiones en que habían compartido espacio, pero tenía que reconocer que esa versión más echada para delante le ponía las cosas muy fáciles: era la morena quien llevaba el peso de sus intercambios, de sus miradas y de sus silencios. Eso se lo tenía que agradecer. De haberse encontrado con su lado más tímido e inseguro sus nervios habrían sido peores y la tensión insoportable. Ahora solo tenía que hacer su trabajo y dejar que ella manejara aquella avioneta que, con toda seguridad, iba a terminar estampada contra un cerro. 

Pero ella iba a estar tranquilita, dando sorbitos a su vaso de té helado con la risa floja mientras Lacunza, intentando levantar lo que estaba condenado a caer en picado, movía sus manos con desesperación tocando botones y tirando de palancas, luchando por estabilizar aquel sindiós. Podría ser divertido si se relajaba un poco. 

La sala de los menesteresWhere stories live. Discover now