Capítulo 87. Cumpliendo las normas.

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Unos pájaros de cientos de colores bajaron una bufanda del cielo y la enrollaron en torno a su cuello con la dulzura de una caricia. Las gentes que ocupaban las apretadas aceras de la Gran Vía se apartaron de su camino, creando frente a ella un pasillo lleno de sonrisas sinceras a las que ella correspondió con alegría mientras daba unos pasos de baile. El claxon de los coches empezó a hilvanar una melodía, junto con los ruidos de apertura de puertas de los autobuses y los gritos de los repartidores en bici que sorteaban viandantes y coches. La escuchaba tan nítida que, incluso, comenzó a tararearla. Y esa canción no era otra que esta. 



Lo mismo se estaba viniendo un pelín arriba, pero qué demonios, jamás había visto a la Reche, desde su vuelta, tan accesible como esa hermosa mañana de marzo. 

Como decía la canción, decidió llamar a su madre. 


- Hola, cariño. 

- Hola, mamá, ¿cómo estás? 

- Pues mira, como siempre. Te escucho muy contenta, ¿ya está hecho? 

- ¡Sí! -y dio un saltito, al cual una señora de no menos de ochenta años le sonrió con ternura-. ¡Ya soy propietaria!

- Qué bien, hija, cuánto me alegro -dijo con sinceridad. Notaba un tono tan vivo en su voz que se le agarró un nudo en la garganta. No la escuchaba así desde... 

- Va a ser una pasada, ya verás, te mandaré mil fotos y os quiero aquí en la inauguración. La semana que viene empezamos con las obras. 

- En menudo follón te vas a meter -rió entre dientes. 

- Ya lo sé, pero me hace tanta, pero tanta ilusión... 

- Se te nota y no sabes cuánto me alegro. ¿Cómo va la espalda? -sabía que no solo de pan se alimentaba su hija. 

- Genial, me quedan solo tres sesiones, pero ya está... menos tensa -se carcajeó. 

- Ya se ve. 

- Bueno, mamá, te dejo, que ya estoy llegando a casa. ¡Te quiero! 

- Y yo a ti, cariño. 


María Sanabdón colgó el teléfono sabiendo que su hija había encontrado su lugar en el mundo, al fin. Y no solo por lo evidente. Esperaba, de corazón, que las próximas llamadas de su pequeña fueran con la misma alegría que aquella en la que empezó a ver luz de nuevo en su voz. 




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Alba salió a comer con Marta con una sonrisa inesperada. Se había quitado un enorme peso de encima al ver la actitud de la cantante, menos avasalladora, más ligera, más ella. Lejos de aquella soberbia que se había impuesto para soportar sus continuos desplantes, con menos miedo a mostrarse vulnerable ante ella, que se había empeñado en ser su enemiga íntima. 

A partir de ese momento su relación podría mutar a algo más cercano, sin atreverse a adivinar cuanto, pero al menos dejando a un lado la incomodidad que siempre genera una guerra abierta entre dos personas. Hasta le apetecían un poco más las cañas de los miércoles con ella: tenía que reconocer que le resultaba tremendamente divertida. 

La sala de los menesteresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora