El dolor nunca se olvida.

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Emilio salió una hora después a la sala de espera donde Mayra seguía ahí, al igual que Rogelio Bondoni.

Cuando llegó, su instinto lo había cegado y estaba dividido entre ir a golpear a Rogelio o correr con su familia. Obviamente Joaquín y sus hijas eran primero, así que olvidó la presencia de su suegro hasta que acabó la cesárea y mandaron a recuperación a Joaquín, esperando que despertara después de al fin rendirse ante el sedante que le administraron cuando empezó la operación.

Diego lo había llevado a ver a sus hijas, que estaban en incubadoras y conectadas a aparatos demasiado grandes para ellas.

—Aunque son sumamente prematuras, tienen sus pulmones bien desarrollados, al igual que todo lo demás. Solo les faltaba crecer unos cuantos centímetros más y engordar al menos un kilo más, pero miden 44 centímetros y la mayor pesa 2.300 kg, la chiquita apenas pesa 2 kg. Están sanas y a salvo. Las dejaremos en la incubadora unas cuantas semanas en lo que engordan un poco más.

Emilio había prestado completa atención a su amigo mientras le explicaba todo para poder tranquilizar a su Omega cuando despertara. Pero en cuanto miró bien a sus hijas, casi se cae de rodillas ante ellas.

Eran tan pequeñitas pero hermosas, tenían la piel de porcelana de Joaquín, y el cabello ligero y rizado de ambos, sus ojos estaban cerrados y sus manitas estaban en un puño constante, movían sus piernas como dando pequeñas patadas y Emilio se rió mientras lloraba.

—Ni así dejan de patear, pequeñas flores —les dijo a sus hijas. Ambas se detuvieron para volver a patear al aire y Diego sonrió.

—Conocen muy bien tu voz, Milio —le dijo mientras pasaba una mano por su espalda. Emilio asintió y suspiró, limpiándose las lágrimas. Recargó la frente en el vidrio con más cansancio del que creyó sentir.

Diego le dio unas palmaditas y ambos se alejaron de la sala de prematuros para regresar a la sala de espera, donde podía ver aún a su suegro y su hermana, ambos hablando aparentemente tranquilos pero sus piernas se movían al unisón, rápidas y desesperadas.

—Siento que tengo que decirlo, pero por favor, no lo golpees en la sala del hospital, recuerda que estamos en la sala de urgencias generales —dijo Diego mientras ambos veían al Alfa mayor sentado al lado de Mayra, esperando cualquier tipo de información.

Emilio sonrió burlón a su amigo.

Una hora antes, cuando llegó y estaba completamente ido, sí habría golpeado a Rogelio Bondoni, ahorita ya estaba más relajado y miraba a su suegro con lástima. Claro que seguía enojado por todo lo que hizo en el pasado, y por cómo estuvo poniendo en constante tensión a Joaquín hasta que le ocasionó el parto prematuro, pero no podía sentir más que lástima al verlo tan acabado y enfermo, pálido y demacrado.

Él estaba muriendo, inevitable y sencillamente. No le debían quedar muchos meses de vida y Emilio no tenía intención de golpear a un enfermo, por mucho coraje que le tuviera, su padre no lo había educado así. Javier habría preferido mostrarle indiferencia y frialdad, pero también ser consciente que su tiempo en este mundo estaba acabándose, teniendo varios asuntos pendientes y sus hijos odiándolo aún.

¿Qué más dolor podía causarle que ese?

—Lo tendré en cuenta —fue todo lo que le dijo a su amigo, intentando sonar conciliador.

Diego suspiró.

—En cuanto Joaco esté en su cuarto, te mandaré llamar.

—Diego —espero a que el Beta lo mirara con las cejas alzadas para que Emilio lo abrazara con fuerza—. Gracias por todo.

El Secreto de las FloresWhere stories live. Discover now