Capítulo 42

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Esta noche no planeaba quedarme con Aaron así que me acompañó a casa una vez que se hizo de noche. Me despedí de él y le pedí que me llevara al trabajo el día siguiente.

-¿Tanto tiempo quieres pasar conmigo? – preguntó, confundido.

-Sí – me limité a responder, algo molesta. Pero lo entendía, antes había tomado mis distancias de él, pero cada día que pasaba quería simplemente acercarme a él. – Quiero pasar contigo todo el tiempo posible.

Sonrió levemente, pensando algo. Pude notarlo por su expresión. Abrió la boca para hablar pero no dijo nada. Me abrazó muy fuerte antes de despedirse.

-Mañana hablaremos, ¿de acuerdo? – asentí mientras se alejaba, sonrisa en su rostro y en el mío. ¿Qué me estaba pasando?

 Ni modo, entré a mi apartamento y fui directo a dormir. Se había hecho tarde, el tiempo había pasado volando. Miranda se acercó con cara de dormida y el teléfono en mano. Supuse que se habría quedado hablando con Alex. Mientras me vestía, se lanzó a mi cama y se quedó viendo el techo.

-Creo que quiero casarme con Alex – la miré por unos segundos pero luego comencé a reír a carcajadas. Parecía que ella siempre leía mis pensamientos.

-Estuve pensando lo mismo. Bueno, no, pensé en casarme con Aaron pero la idea aún me resultaría extraña.

-Lo supuse, igual parece que te estás enamorando – sacudí la cabeza, no queriendo hablar de eso. Terminé de vestirme y me recosté a su lado. - ¿Puedo quedarme aquí? Realmente no quiero levantarme.

Solté una pequeña risita y luego acepté. Hablamos largo rato antes de quedarnos dormidas. Disfruté ese día, pequeñas cosas lo habían hecho perfecto.

Las molestas alarmas volvieron a insistir esa mañana pero esta vez, Miranda se sorprendió tanto como yo y no pudo reírse de mi situación. Nos levantamos de la increíblemente cómoda cama y preparamos algo de comer. Mi apetito, a diferencia de otros días, era nulo, así que tomé un vaso de jugo y nada más.

Miranda entraba a trabajar más tarde que yo, así que me despedí de ella y bajé a esperar a Aaron en las escaleras situadas en la puerta del edificio. Bajé por el ascensor, cosa que no había pasado más de dos veces en mi estadía en este lugar. Me quedé esperando, bajé antes para poder trabajar en algo que había ocultado e absolutamente todos. Era mi proyecto, un libro que algún día soñaba con publicar. Dudaba que pasara pero debía intentarlo al menos.

Alguien apareció frente a mí, frunciendo el entrecejo. Lo miré y cerré el cuaderno de un golpe. Me acerqué y deposité un corto beso en sus labios. Me miró extrañado, pero no preguntó. Me conocía lo bastante bien como para saber que si no le había dicho, no se lo diría por más que preguntara.

Una vez que hubimos llegado, me lancé sobre él. Esa necesidad de estar con él era cada vez peor y me estaba desesperando sentirme así. Me sonrió, esa bella sonrisa suya dibujada en su rostro, y luego juntó nuestros labios. Podría quedarme allí todo el día, pero sentí que alguien golpeaba la ventanilla.

De mala gana, solté sus labios y miré. Tony estaba allí, hecho un tomate, pero mirándonos fijamente. Comencé a reír junto con Aaron, lo miré, despidiéndome sin palabras, y me bajé del auto.

Saludé a Tony y ambos entramos a las oficinas. Aún un poco avergonzado, caminó conmigo hasta nuestro escritorio compartido. Comenzamos a hablar hasta que se hicieron las ocho en punto.

A veces, cuando hablaba con él, en su lugar veía al chico de 16 años y sentía que nuestras voces se volvían más agudas, recordando viejos tiempos. Había una parte de mi mejor amigo que siempre sería mía, sin importar cuántos años hubieran pasado o cuánto pudiéramos haber cambiados; esa partes eran los recuerdos, esos no cambian ni se olvidan, permanecen iguales para toda la vida.

Sonreír, sumida en mis pensamientos. No noté la extraña mirada que me lanzaba. No podía concentrarme en el trabajo, prefería perderme en mi mente. Me sacudió desesperadamente y salí de esos viejos sueños. Lo miré, sin entender, y señaló al otro lado del corredor donde nuestro jefe estaba parado mirando a todos lados.

Fingí estar enfocada en las hojas depositadas frente a mí cuando se acercó a nosotros. “Buenos días” dijo en un tono grave y comenzó a reír. Lo miré atónita, ¿qué le pasaba a todo el mundo hoy? ¿O era yo la que estaba medio estúpida y no entendía las cosas?

-Veo que tienes nuevo compañero – me sonrojé ante su comentario, no sé por qué. Después de su comentario, se marchó a saludar a alguien más. Tony me dedicó otra de sus miradas.

-¿En qué pensabas?

-Odio que pregunten eso, Tony – mi mente, mi lugar. Nadie tiene por qué meterse en donde nadie lo llama.

-Lo sé, lo siento. A mí solías responderme a pesar de todo – fijó su vista en su computadora y detuvo la charla. Suspiré y me sentí mala persona. Habían pasado diez años, las cosas habían cambiado y con ellas, nosotros mismos. Tony ya no me conocía tan bien como antes porque yo ya no era la niña de 16 años que lloraba por todo y era débil. Él también había cambiado.

-Estaba recordando los viejos tiempos, cuando éramos mejores amigos y te conocía tan bien que reconocía tu estado de ánimo con tan sólo escucharte decir “hola”. Y entonces pensé en los diez años que nos separaron y en todo lo que cambiamos.

Asintió, sin darle mucha bola al asunto. En parte, me dolió que esa hubiera sido toda su reacción, pero por otro lado no quería hablar del tema. Ya era agotador pensar siempre en lo mismo. 

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