Capítulo 2

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—Aitana. —La llamó, con cierta incomodidad, para traer su mente a Tierra—. ¿Quieres pasar? —preguntó, serenamente.

«¿Quieres pasar?» ¿Desde cuándo se les decía eso a las mejores amigas para entrar a tu departamento? Nunca, era una tontería. Pero claro; ellas ya no eran mejores amigas. Ni siquiera amigas. Quizás solo conocidas.

No podía siquiera pensar en una buena forma de llamarle mentalmente, que ya estaba arrepintiéndose con bastante facilidad sobre su imprudente decisión de aceptar la invitación a cenar. Ni siquiera sabía que iba a hacer ahí; no podía quedarse mucho tiempo porque tenía trabajo, entonces, ¿qué diablos hacía parada cual estatua en su puerta?

Ni ella misma lo sabía. La impulsividad del momento se apropió de sus cuerdas vocales, y las utilizó para aceptar la idea y aparecer mágicamente a dos vecindarios de distancia de su hogar, y a otros dos de su destino inicial, por una fuerza sobrenatural que empujó a sus pies de moverse hacia adelante y hacia atrás, con una rapidez alarmante.

Casi parecía que estaba entrenando para un maratón, pero sinceramente no sabía por qué tenía tanta prisa, no era como si le diera tanta importancia llegar con puntualidad de sus quince minutos establecidos.

No tenía esa urgencia de verlos a ellos, ¿verdad?

Aceptarlo sería como caer en la cuenta de que su plan había fracasado, y que tratar de deshacerse de ellos para aprender a vivir sin las piezas que unían su rompecabezas de vida había sido una completa locura. No quería decirlo. No iba a decirlo.

Solo había detenido su trote al llegar al edificio, ya que repentinamente había olvidado que piso tenía que tocar, era su memoria jugándole una mala pasada nuevamente; claro estaba.

El corazón se le heló al leer «García-Romero» en una placa de metal grabado, justo a un lado del botón para llamar al piso 8. O nunca antes se había fijado en eso, o era nuevo, porque estaba completamente segura de que recordaría de una forma u otra que sus nombres aparecieran de esa forma a la vista pública.

Era lo más formal que habían llegado, después de haber decidido mudarse juntos desde Barcelona. Era un paso a la adultez que al recordarlo le dolía hasta la más mínima célula del cuerpo. Le daba un poco de envidia. Era inevitable. Ellos tendrían para siempre lo que ella perdió: al amor de su vida a su lado.

Tragó saliva y hundió su dedo en el botón de metal del portero. A los pocos segundos una vibración se apoderó de la puerta, seguida de un sonido chirriante, a lo que ella interpretó como sus amigos abriéndole desde arriba. Empujó con fuerza y elevó el mentón, caminando con la cabeza levantada hasta el elevador, a paso decisivo, como si eso le quitara la vergüenza que empezaba a carcomerla por llegar justamente allí.

Su mirada de indiferencia no flaqueó hasta oír la voz de Amaia Romero en vivo y en directo, haciéndole una pregunta tan formal. 

El ceño fruncido comenzó a relajarse, y le dieron muchas ganas de echarse a sus brazos a llorar, pero ya ni siquiera sabía por qué. Una vez la puerta se cerró detrás de sí, varios pasos se aproximaron con velocidad, hasta finalmente estamparse contra ella cual puerta de vidrio; como si no hubiera notado que estaba allí.

—¡Bella! —chilló, con grata sorpresa.

Había olvidado completamente a la perra beagle de Amaia que vivía con ellos, un animal pequeño en tamaño que le sobraba carácter. Solía ser bastante ruda con los desconocidos, aparte de torpe. Pero por alguna razón, seguía recordando a Aitana, sino estaría olfateándola con el afán de hincarle los dientes en la pierna.

Se hincó para acariciarla, y ella se puso barriga arriba inmediatamente. A Aitana se le escapó una risa sincera, una que no había experimentado en mucho tiempo. Se concentró en Bella el tiempo suficiente para tener a la pareja del hogar mirándola con confusión y alegría, una mezcla extraña que les producía satisfacción de todas formas.

Lo peor de nosotrosKde žijí příběhy. Začni objevovat