Capítulo 41

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Era la primera vez que se reunían todos ahí sin alcohol involucrado, y estaba saliendo mejor de lo esperado.

Parecía algo natural, como si fuese parte de cada uno de alguna forma. Era difícil de poner en palabras, pero fácil de sentir. Se respiraba en el ambiente, se oía en las notas de los diversos instrumentos que sonaban sin ton ni son. Era casi magia, pensaba la catalana de flequillo. Era casi magia haber encontrado de casualidad personas así, que le entendiesen, que le escuchasen, que no pidiesen nada a cambio por quererla.

Estaba acostumbrada a otras cosas, a ocultar con recelo su talento a puertas cerradas con su expareja, incapaz de mostrárselo a los amigos que compartían en Barcelona. «No tienen nada qué aportarnos —decía él— ¿para qué molestarnos?». Parecía que quisiese guardar su voz dentro de una caja pequeñita, y que solo se le permitiese salir a brillar en ciertas ocasiones, bajo ciertos escenarios, con ciertas características.

Y ella estaba un poco cansada de fingir que estaba muy por encima de los demás.

Porque no lo estaba, nunca. Ni sentimentalmente cuando la peor parte de la tragedia le explotó en la cara y asumió que nadie más podía sentirse así. Ni musicalmente cuando cantaba con él y creía que nada ni nadie iba a mejorar nunca eso que se iluminaba por dentro al escuchar sus voces formando una misma melodía.

Ya que ahora, en ese instante, estaba escuchando cantar a personas como Agoney y Miriam por primera vez y sabía con seguridad que nunca más iba a poder si quiera bromear en sentirse superior a nadie. Eran increíbles.

—¡Otra, otra! —chilló Aitana, aplaudiendo con ganas desde el sofá. Acababan de interpretar «Runnin» y ella solo podía pensar que quería volver a oír eso una y mil veces más—. ¡Porfa!

—Ay, niña, ¿qué dices? —rió Miriam, acomodándose los rizos al tirarlos detrás de los hombros.

—Mira esa carita, ¿cómo decirle que no a esa carita? —dijo Agoney, llevándose una mano al corazón, en gesto enternecido.

Aitana sonrió, amplia, entrecerrando los ojos, pareciendo más mona todavía.

—Nadie puede decirle que no a esa cara —comentó Luis, riéndose, haciendo presión en sus brazos alrededor de la cintura de ella—. Créeme, lo he intentado, y he fallado terriblemente.

Los presentes rieron con él, logrando que ella se sonrojase y le diese un golpe en el pecho.

—Tranquilo, Cepi, que ya se notaba a kilómetros quien llevaba los pantalones en la relación, no es ninguna sorpresa —intervino Mimi, logrando un «uhhh» del resto en afirmación a su pulla.

Ella pensó, por un segundo, que en su relación pocas veces usaban pantalones, pero le pareció un comentario un poco demasiado como para decirlo en voz alta, así que se limitó a unirse a las bromas del resto y solo cuando el foco hubiese cambiado de ellos y vuelto a quienes tenían los micrófonos de karaoke en la mano, se lo susurró a él a la altura del oído. No tenía que hacer mucho esfuerzo en moverse, después de todo estaba sentada en su regazo con uno de los brazos rodeándole el cuello, y el otro jugueteando con su pulgar.

—Qué imaginativa te pones cuando me echas de menos —murmuró Luis, dejándole besos por la mandíbula y el lóbulo de la oreja. Ella se estremeció de pies a cabeza, pero le apartó, dándole un casto beso en los labios—. Si no eres fan de las muestras públicas de afecto vas a tener que dejar de decirme esas cosas en público.

—¿Ah, sí? ¿Prefieres eso? —se burló, alzando una ceja, retándole con la mirada.

Él tardó en responder, atontado por la forma en la que se mordía el labio inferior, cosa que ella aprovechó al instante y se bajó de él, sentándose a su lado, y casi aplastando a Alfred en consecuencia.

Lo peor de nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora