Capítulo 30

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Veinticuatro horas antes de que se fuera el avión ella estaba conduciendo un coche por primera vez, en mucho tiempo y en una carretera, con los brazos firmes en el volante y los ojos recios a apartar la vista del camino. Estaba muy concentrada en no equivocarse, tanto que tenía el ceño fruncido y los labios apretados, absorta en pensar en los únicos recuerdos útiles para ese momento, aquellos que tenían que ver con la señalización.

Él no podía dejar de sonreír al mirarle. Sus gestos le recordaban a cuando memorizaba los primeros acordes de la guitarra, cuando colocaba los dedos en las cuerdas y le ponía un empeño muy evidente a posicionarlos bien, como si le fuese la vida en ello. Le dio la impresión que siempre que Aitana se concentraba lo hacía con todas las ganas, como una prioridad máxima en la lista de su cerebro que nada ni nadie más podía ocupar. Le dedicaba todo el tiempo y el interés del mundo, centrándose en su totalidad.

Y le gustaba eso de ella, que lograse focalizarse en algo hasta conseguirlo con una velocidad increíble. Era una cualidad que no solía tener en cuenta, pero ahora, de repente, no podía pensar en nada más que en cómo conducía mucho mejor que él, que le llevaba diez años de ventaja detrás del volante.

Veintitrés horas y media antes de que ella se fuera, ella insistió en hacer una parada para almorzar en el mismo sitio donde cenaron la noche anterior, a pesar de que estaba mucho más lleno que antes. Ninguno se preguntó si era porque de verdad les había gustado la comida de allí como para repetir, porque le tenían un cariño especial recién descubierto al haber sido escenario de su primera cita oficial o, quizás, porque quedaba bastante cerca del hotel. Había cierto acuerdo entendido por ambos en el ambiente sobre no explicar sus razones, y solo dejar ir sus acciones.

Aitana no tenía mucha hambre, pero se negaba rotundamente a dejar que sus nervios volviesen a jugar con su estómago, con lo mucho que le gustaba comer a ella, así que se obligó a tragar las patatas de a pequeños bocados para no atragantarse del estrés. No sabía por qué tenía tan el corazón en la garganta que le impedía comer en paz, creía que había comenzado a normalizar sus emociones, pero era evidente que seguía tan manipulable por sus imaginaciones como cuando caminó hacia su puerta en Madrid pensando en besarlo la primera vez que lo cumplió.

Así que decidió dejarle hablar a él, para variar, al hacerle muchas más preguntas sobre el Puente Mayor y sus lugares favoritos allí.

Luis contestó a cada una de ellas sin quitar la sonrisa en el rostro, jactándose internamente de que ahora tenía a su imagen favorita de Madrid unida con su imagen favorita de Galicia. No cabía en su dicha de haber compartido ese momento con ella allí arriba, permitiéndose serle completamente sincero, confesando esos sentimientos que llevaban gestándose dentro de su ser por mucho tiempo, incluso antes de poder ponerle nombre a la emoción que tenía cuando le esperaba cada domingo para desayunar.

Había sido una batalla perdida desde el primer momento el tratar de negárselo, de insistirle a Roi que lo único que pretendía era robarle algo de tiempo, acompañarla, escucharla. Era más. siempre había sido más, incluso antes de hablarle por primera vez, incluso antes de ver sus ojos y recordar para siempre ese color tan peculiar que compartía con María. A veces sentía que la quería antes de conocerla, que en otro espacio temporal ella siempre había ocupado el lugar vacío a su derecha en todas las dimensiones posibles.

La quería cuando le pidió que dejara de fumar. La quería cuando supo que ella le hizo caso. La quería cuando lo hacía rabiar al ignorarlo. La quería cuando enterraba la cabeza en su pecho después de pedirle disculpas por ser tan cabezota. La quería cuando se dormía lejos de él pero despertaba en sus brazos. La quería cuando sonreía y cuando lloraba, por más que solo la hubiera visto una vez. La quería en todas sus formas, en todos los universos, en todas aquellas vidas.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now