Capítulo 17

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Era su primera noche de sábado libre en meses, y estaba disfrutándola de la mejor manera posible: haciendo pedazos la guitarra de su gallego favorito.

Aunque él se pasara todo el rato diciéndole que se relajara, que lo estaba haciendo bien, ella podía notar como contraía la cara cuando le daba muy fuerte a las cuerdas de su amado instrumento. No era su intención, ni mucho menos, pero él llevaba enseñándole poco tiempo como para que ella fuera capaz de regular la intensidad con la que tocaba; sabía que sería un milagro si no le terminaba de romper una cuerda para final de mes.

Desde que Luis puso un pie dentro del piso de Aitana, con el estuche de la guitarra en la espalda, ella no se había visto capaz de soltarla. Terca y decidida en partes iguales trataba de mantener sus dedos en los acordes correspondientes, sin inventarse unos en el camino, mientas se encontraba sentada en el piso con la espalda apoyada en el sofá. Se sumergía en su propio mundo de frustración porque era muy novata, sí, pero le tenía a él cerca, sentado en la mesa de la sala, para decirle que ya le cogería la mano.

Le sentaba bien tenerle tan cerca de apoyo constante.

Luis le repetía una y otra vez que estaba aprendiendo muy rápido, que ya sabía los nombres de los acordes con las posiciones de los dedos, que lo que le faltaba era velocidad para cambiarlos pero que eso ya lo cogería con la práctica. Práctica que tenía mucha, a decir verdad, ya que el gallego iba y venía con la guitarra a cuestas casi todas las noches para que ella pudiera hacerla sangrar unas horas antes de dormir.

Mientras tanto él le indicaba desde lejos qué hacía mal, pero también le repetía constantemente lo que hacía bien, a la par que terminaba algunos trabajos del máster o simplemente dibujaba. No hablaban mucho, pero no era necesario, ya que no se formaba ningún silencio incómodo, porque se sentían a gusto compartiendo espacio físico en una misma habitación sin tener que prestarse toda la atención. Estaban conscientes de dónde estaba el otro, y no necesitaban más.

—¡Ay! —chilló ella, de repente, y se llevó un dedo a la boca.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Luis, mirándole confundido. Ella negó con la cabeza.

—Me he hecho daño en el dedo con las cuerdas, solo soy una exagerada —dijo, riéndose ligeramente para enmascarar que no podía creer que se le había escapado tal gritito antes por esa tontería.

—Ya se acostumbrarán tus dedos, calma —le dijo, más calmado—. Intenta no hacerte más daño —comentó, socarronamente.

—Hala, qué graciosillo estás, Luisito —rió sarcásticamente, poniendo los ojos en blanco y volviendo a sostener bien la guitarra. Trató de usar otros dedos para hacer los acordes, ya que le dolía apoyar el índice, pero eso solo la enlentecía más—. Jo, es muy difícil todo —suspiró, separándose un poco del instrumento.

—Te prohíbo que tires la toalla ahora, Ocaña, que vas muy bien —le amenazó él, en coña, viéndole dramatizar—. Siempre cuesta al principio.

—Es que es muy difícil —repitió, cual niña pequeña—. Pasa que eres un profesor muy simpático, si tuviera uno más estricto no me quejaría —bromeó—. Seguro tú tuviste uno muy, muy estricto como para no abandonar al principio, ¿a que sí?

—Casi: aprendí solo, con tutoriales de YouTube —comentó él, riéndose por sus ocurrencias—. Así que yo mismo me presioné a no dejar —se encogió de hombros, y ella le miró con los ojos muy abiertos por encima de las gafas, que dicho sea de paso le quedaban monísimas.

—Qué guay —susurró, sorprendida—. Yo no podría aprender un instrumento sin alguien cara a cara ayudándome. En Barcelona tomé clases de piano y así... porque sola me desmotivo, creo —confesó, casi avergonzada—. Así que es muy guay, Luis.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now