Capítulo 26

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Él creyó que estaba listo, que había pasado un tiempo más que aceptable y que nada podía alterarle. Pero, por supuesto que se equivocaba. Ni con ella a su lado lograba normalizar su pulso cuando visualizaba la escena que sería volver a ver a su familia.

Había imaginado ese momento tanto tiempo que ahora le parecía una fantasía más.

Una fantasía más loca que hacerlo con Aitana de la mano.

La emoción por reencontrarse con su madre y hermana era grande, y casi eclipsaba lo que supondría ver a su padre, pero no sobrepasaba los recuerdos que encerraba la estructura de piedra y tejado rojo frente a él. Esos recuerdos estaban muy dentro de él, escritos en su propia piel y encerrados en gritos en su garganta que nunca vieron la luz.

Y, por un momento, pensó en huir. Otra vez.

—¿Luis? —susurró Aitana, con la voz más suave del mundo—. ¿Es aquí? —preguntó, al verle detenido a metros de la puerta pero sin moverse un paso más.

Él solo se vio capaz de asentir con la cabeza. Joder, esto sería más difícil de lo que pensaba.

—Estás bien —afirmó ella, y le apretó el brazo contra sí—. Estás bien y todo ahí dentro va a estar bien —insistió, con determinación.

Él bajó la cabeza para verla y recordó porque no huía. Por ella.

Tenía que superar sus demonios propios así como ella lo hacía día tras día.

—Estoy bien —coincidió, acariciándole la mano que le sujetaba el brazo—. ¿Vamos?

Ella asintió con la cabeza y le sonrió con dulzura antes de que él tocase el timbre de la puerta.

Segundos después esta se abrió, como si la persona detrás hubiera estado espiando por la mirilla todo ese rato, esperando que él cogiese valor para llamar a la puerta. De ella salió casi disparada una chica, que por lo poco que Aitana logró ver de la sorpresa, era alta, morena y con rizos sueltos.

La chica abrazó por el cuello a Luis con mucha fuerza, a la par que él la apretaba contra sí, y podían escucharse risillas ahogadas en los hombros de los gallegos.

—Feliz cumpleaños, María —dijo Luis, con alegría pura. Ella seguía riéndose, como cuando eran pequeños.

—¡Joder, qué viejo estás, Luis! —chilló la chica, separándose y aplastándole la cara entre las manos, entretenida.

—Y tú ya con veinticinco prepárate, que los años no vienen solos —comentó, socarronamente, despeinándola toda con avidez—. Se te está pasando el arroz...

—¡Luis! —se quejó María, sin poder quitarle los ojos de encima. Él estaba igual: a pesar de hablar seguido por teléfono, y una que otra video-llamada, ella ya no tenía dieciocho años y era algo que solo podía notar al tenerla en frente—. Madre mía, no cambias.

—Ni tú —rió, enternecido.

Ella estaba bien, estaba sonriendo, estaba a salvo. Era todo lo que él necesitaba ver con sus propios ojos para ser inmensamente feliz, para confirmar que todo lo que había pasado había valido la pena porque ella estaba en una sola pieza.

—María, quiero presentarte a Aitana —dijo Luis, de repente muy consciente de los ojos verdes de la catalana brillantes de contentos al verle tan vivo—. Aitana, ella es mi hermana María —prosiguió, mirándola.

—Un gusto, María. Y feliz cumpleaños —dijo Aitana, estirando su mano para estrechársela, pero en su lugar la gallega la abrazó de repente.

Lo peor de nosotrosWo Geschichten leben. Entdecke jetzt