Capítulo 4

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Los libros permanecían esparcidos por lo largo y ancho de la habitación, con decenas de hojas tanto escritas a mano como en computadora, resaltadas con colores brillantes y fluorescentes por todo el suelo, como una nueva alfombra de dibujos inentendibles y abreviaciones ilegibles para combinar perfectamente con la atmosfera de caos del lugar. Era una muy mala opción para redecorar con estilo de el-primer-semestre-está-acabando-con-mi-vida, aunque eso él lo tenía más que claro.

La cama estaba hecha un desorden, tanto que ni colchas tenía sobre ella en esa fría temporada, sino que acompañaban con el decorado del suelo a un lado de donde deberían estar realmente. Hacía días que no podía dormir bien, no desde la llamada de su familia, pero trataba que se notase lo menos posible, metiéndose en sus estudios como si fuera lo único que le importaba en toda su vida de un joven Ourense de veintiocho años de edad perdido en Madrid.

Por más que no quería pensar en su hogar, en las personas que todavía tenían que vivir en él, era inevitable. Extrañaba a su madre, extrañaba a su hermana. Pero por dificultades económicas no podía ir a visitarles; si de algo estaba seguro Cepeda, es que la próxima vez que viera a su familia sería para quedarse. 

No se veía psicológicamente preparado como para volver a soportar otro adiós de nadie.

No sabía cuándo iba a volver, siempre podía surgirle un trabajo real después y permanecer en Madrid, siempre podían mantenerse en contacto como lo habían estado practicando... pero ya habían pasado muchos años años, y las lágrimas en sus ojos cuando pasó seguridad del aeropuerto seguían mojándole las suelas de los zapatos al caminar, haciéndolo vivir en un estado lluvioso constante.

—¿Y? —gritó una voz, abriendo su puerta con tal fuerza que la otra pila de libros sobre el escritorio se tambaleó y cayó hacia sus hermanos en la alfombra. El muchacho hizo una mueca de sorpresa, y cerró detrás de él—. Lo siento, tío.

Luis se encogió de hombros y dejó el gran libro frente a él quieto, riéndose ante su torpeza.

—¿Y? —repitió Roi Méndez, con una sonrisa ladeada—. ¿La has llamado?

—¿A mi hermana? —preguntó, ingenuamente.

—No a ella, estúpido —rió, confirmando que el rubio realmente no sabía de qué hablaba—. Me refiero a esa chica: Aitana —dijo, volviendo a su media sonrisa de galán. Luis rodó los ojos—. Pasó una semana entera, macho. Vas a conseguir que se olvide del efímero recuerdo que creaste con el asuntito de la caja de cigarrillos —continuó, con algo más de seriedad—. Buen truco, debo decir. Lo usaría si no tuviera novia, por supuesto. —Puso cara de inocente. Luis rió.

—No lo hice —admitió, sintiéndose un poco imbécil por las palabras de su compañero de piso.

—¿Por qué? ¿No tienes interés? Mira que no me pareció fea...

—Crislo, Roi, Crislo. —Le recordó, poniendo los ojos en blanco. Él rió con fuerza.

—Lo sé, solo tengo ojos. —Se buró, rodándolos—. Hablo en serio, idiota. Parecía determinada en verte por algo cuando llegó, dudo que se le pasaran las ganas tan rápido.

—Solo quería preguntarme cómo sé su apellido. —Se encogió de hombros, como si eso no tuviera relevancia.

—¿Su apellido? —repitió, frunciendo el ceño, extrañado—. ¿Y por qué es tan importante eso?

Luis se lo pensó un segundo antes de contestar; en realidad no sabía por qué era tan importante, era solo un apellido, y que a menos que su familia fuera aliados de la mafia no entendía por qué mantenerlo en secreto. Roi notó su vacilación.

Lo peor de nosotrosOù les histoires vivent. Découvrez maintenant