Capítulo 40

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Estaba en guerra con el reloj, pero en guerra declarada nivel batalla campal con espadas y escudos. Estaba completamente harto de que avanzase con tanta rapidez a veces, y que otras se mantuviese quieto, estático, burlándose de él con cada tic-tac.

Iba a llegar tarde. Iba a llegar tarde y no se lo iba a perdonar en la vida.

Tampoco iba a perdonarse el dejarla ir, sola.

Joder, debió haber corrido detrás de ella, debió haber mandado el trabajo a la mierda y centrase enteramente en uno de los momentos más importantes en su existencia. Debió haberle demostrado que era más importante que sus demonios, que ella misma se había encargado de convertir varios en luz con solo aparecer en su día a día, ni hablar de la cantidad abismal que había transformado desde que lo aceptó en la suya.

Debió. Debió. Debió.

Pasado. Pasado. Pasado.

Parecía que ahora siempre que estaba en algún lugar deseaba estar en otro, casi sin excepción.

Pero no podía dividirse, no podía dejar parte de él en Madrid y otra en Galicia, por mucho que quisiese.

La decisión que la catalana volase sola de vuelta a reconocer al sospechoso del asesinato a su expareja no la había tomado él, enteramente. Había sido ella quien entre llantos y discusiones había decidido irse sola ese mismo día, pero él no la había presionado.

Nunca lo hacía, ni para bien ni para mal.

Aitana explicó que debía irse inmediatamente, que su psicóloga le había citado de emergencia al respecto y que al otro día ya tendría que estar con la policía. Le explicó, mientras sollozaba, la cantidad de razones por las cuales él no podía irse: porque no podía dejar el trabajo con su padre, que tenían plazos límites que cumplir; que no podía dejar a su madre así como así; que no podía gastarse un dineral en un billete de avión de último minuto si después quería ir por el juicio.

Podía. Podía. Podía.

Pasado. Pasado. Pasado.

Ya poco importaba el querer y el poder.

Ya poco importaba cualquier contratiempo.

Ya estaba en camino a la capital.

Aunque ya estaría allí si el cacharro infernal, como le llamaba Aitana, no se hubiera demorado.

Por eso no podía dejar de mirar su reloj, de necesitar que estuviese parado de una buena vez o llegaría tarde al juicio. Estaba desesperado por ponerle pausa a la realidad y volver a reanudarla cuando llegase a su destino final, para tener al menos unos minutos de ventaja, algunos efímeros segundos para verle antes de que entrase a declarar, para abrazarle con todas sus fuerzas y recordarle que todo saldría bien.

Tenía toda su fe puesta en ella y en la capacidad de oratoria que había desarrollado en esos pocos días. Desde que volvió a su piso, luego de por fin cerrar el caso de Vicente, comenzó a redactar lo que sería su declaración, con los sentimientos y las imágenes a flor de piel. Tenía que usar su memoria recién desbloqueada para expresar una y otra vez que nunca se había equivocado, que ella era una víctima también, y que todo el circo en su contra era ridículo.

Para ello había hecho mil y un borradores, que debía editar mil y una veces más cuando pasaban por el filtro de su abogado, y que le recitaba a Luis casi religiosamente todas las noches antes de dormir vía video-llamada.

Los días de una mísera llamada por la mañana y otra al caer el sol habían terminado, afortunadamente, y se sentían más cerca que nunca.

Era algo extraño, en verdad, sentir esa clase de conexión con alguien. No les atraía el hecho que estuviesen tan rotos como ellos mismos, sino la necesidad que tenía cada uno para rehacerse, reinventarse, recrearse desde las más profundas cenizas. Les atraía el sentimiento de superación que les salía por los poros, la capacidad de sonreír después de haber llorado océanos enteros, la razón que había en sus ganas de seguir viviendo, a pesar de todo.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now