Capítulo 43

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Era diferente.

Pero eso era algo que a esa altura de su relación Luis sabía que tenía que tener más que claro: con ella todo siempre iba a ser diferente. Diferente a las demás que estuvieron entre sus brazos antes. Diferente a las versiones de la primera vez, de la segunda, de la tercera. Ella siempre iba a ser un nuevo descubrimiento, del que creía nunca iba a llegar a cansarse.

Era por la forma que tenía de —como bien había dicho Mimi antes— ponerse los pantalones en la relación, y que no le temblase el pulso para guiar la situación a donde ella quisiese que estuviese. No titubeaba, no se encogía en sí misma con vergüenza de su desnudez, porque vivía cada vez como si fuese a acabarse para siempre, como si en un abrir y cerrar de ojos él fuese arrancado de sus brazos para nunca volver.

Suponía que esa era la mejor enseñanza que le había dejado la vida hasta ese momento, la de disfrutar cada instante como si fuese el último.

Y lo celebraba.

Lo celebraba internamente cuando le veía cerrar los ojos de placer mientras le besaba las cicatrices, las visibles, y las internas, las que estaban en lo más profundo de su alma, en un lugar oscuro que solo ella lograba iluminar con una risilla suelta cuando le veía pasarlo bien, y se sentía contenta de que fuese ella la única responsable de sus sensaciones.

Pero, sobre todo, el lugar era diferente.

Entre tropezones y ropa perdida por el camino llegaron a la habitación, y ese fue el instante exacto en el que el momento cambió. Era ese lugar, más precisamente, el que había presenciado sus voces unirse por primera vez bajo la atenta mirada de la Luna y del piano, con la lluvia de testigo. Era esa cama, donde el gallego le había explicado la situación de sus marcas, la razón por la cual temblaba si le acariciaba de cierta manera el pecho. Era ese sitio donde habían dejado caer las barreras entre sí mismos, mucho antes de ser novios, mucho antes de ser nada.

Aunque, quizás, quizás, siempre fueron todo.

Era ese espacio el que había sido clave para su historia, donde el silencio había dicho sí muchas veces, que sí podían quererse, que sí podían estar juntos, que sí podían funcionar.

Y él recordó, instantáneamente, cuando le dijo «gracias», en lugar de «te quiero», pero sin ningún recelo, ya que ahora le sonaban a sinónimos. Se preguntó si acaso le daría la vida para agradecerle haber aparecido en la suya, o simplemente moriría antes de poder impregnárselo en la piel y en el alma como tanto quería.

Repitieron esa coreografía que tenían más que ensayada, pero que por ningún motivo del mundo querían dejar de practicar. Eran las manos de él perdiéndose en sus piernas, despojándola de cualquier impedimento para tenerle cerca; eran las de ella fundiéndose en sus rizos, siendo lo único que tenía a su alcance cuando el gallego desaparecía de su vista inmediata.

Eran los jadeos, los gemidos ahogados, los susurros de los «te quiero» que se perdían en el ambiente que tanto merecía ser partícipe, por fin, de la colisión de sus cuerpos desnudos, después de haber vivido los principios de las vueltas de la vida que les llevaron a compartir colchón noche tras noche, aferrados al otro como una tabla de salvación en un naufragio en alta mar.

Pero también eran las prisas. Eran las manos de ella haciéndole perder la cabeza, rebuscando entre en el cajón de la mesa de noche un preservativo, sacándole a él una risa contenida que era más parecida a un gruñido desde la parte posterior de la garganta. La situación le daba muchísima gracia, y en cualquier otro momento se hubiera descojonado al respecto por los recuerdos, pero en ese no era capaz de hacer otra cosa que entrelazar sus manos con las suyas y disfrutar de las palabras a media voz que le arrancaba de su boca cuando por fin eran uno.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now