Capítulo 48

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Encarna Fernández sufrió una descompensación más tarde, y las autoridades del hospital tomaron la decisión de dejarle en observación toda la noche para ver como avanzaba la situación, ya que su malestar psicológico acababa de pasar un límite existente, hasta afectarle físicamente, poniendo en riesgo su salud.

Con mucho esfuerzo Roi y Aitana lograron convencer a Luis de que debía ir a algún lugar a darse una ducha y comer algo, por lo menos, ya que sabían que no iban a conseguir hacerle dormir las ocho horas que evidentemente necesitaba para reponer al menos un poco del sueño que le faltaba.

Aunque probablemente no existiesen horas del día necesarias para reponer la necesaria.

Le arrastraron hasta la cafetería más cercana cuando su madre se quedó dormida a causa de los calmantes, y los profesionales le insistieron que iba a estarlo por unas cuantas horas debido a la cantidad que le suministraron. Y «arrastraron» era la mejor palabra para describirlo, ya que él se negaba rotundamente a apartarse de su lado, así que su mejor amigo y su novia le cogieron de los brazos y tiraron de él hacia afuera hasta que la escena fue demasiado bochornosa, por la gente que pasaba alrededor, como para seguir ignorándola.

A regañadientes aceptó sentarse en una de las mesas más apartadas de las ventanas y la puerta, de la luz en general, como si le hiciese daño. Llevaba tanto tiempo dentro de las paredes del hospital que sentía las retinas dañadas por la artificialidad de los focos, que ahora necesitaba acostumbrarse a ver el cielo y sentir en su nariz un olor diferente al del antiséptico de los pisos de loza blanca de allí.

Al principio le costó entablar una conversación coherente, como si estuviese ido de ese sitio y su cabeza se hubiese quedado estancada a kilómetros de distancia. Lo cual era real, claro estaba. Pero estar rodeado de personas le ayudaba a no tener esos silencios oscuros en su cerebro que le permitiesen dar rienda suelta a los recuerdos en cámara lenta que albergaba su corazón.

Aitana le cogió la mano por encima de la mesa, pero solo para mover la suya tímidamente y dejarla sobre la bocata que estaba intacta en su plato, mientras Roi le comentaba la cantidad de datos de Galicia que le había contado a ella en el tren, haciendo chistes de vez en cuando con la esperanza de que en alguno de ellos él se riese.

Todavía no le salía, pero él no iba a perder la fe tampoco; sabía que tenía que darle tiempo al tiempo.

—Luis —murmuró Aitana, notándole la mirada perdida—. Come.

—No tengo hambre, pequeña —dijo, tratando de poner el tono de voz más vivo que antes, sabiendo que el añadirle el apodo cariñoso iba a lograr ablandarla.

Pero ella no dio el brazo a torcer.

—Por favor —pidió, con esa carita que sabía a ciencia cierta que no podía decirle que no.

Luis terminó suspirando, cansado, pero soltado la mano de ella para coger la bocata y llevársela a la boca sin mediar palabra. Aitana sonrió, y compartió una mirada de soslayo con el otro gallego en la mesa, que le imitó el gesto. Eso sí que era trabajo en equipo.

Ella comió con más ganas después de verle a él tragar, y se permitió disfrutar del alimento. Tenía mucha hambre, ya que no había comido nada hacía horas por las prisas, así que de esa forma también le demostraba a él que esa parada en el camino no era solo por su bien, era por el de los tres.

—Entonces... —empezó Roi, después de veinte minutos de hablar casi sin parar, rebuscando en su interior algún tema más que hablar—. Aiti me ha mostrado tus canciones cuando estábamos en el avión, y son muy buenas, tío.

Lo peor de nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora