Capítulo 31

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Ídem estaba más lleno de lo normal, y ella podía notarlo perfectamente.

Pero no era solo eso, un aspecto que podría habérsele pasado desapercibido si no fuera por lo cerca que tenía a la gente con respecto al escenario. No es que antes no le prestasen atención, sino que existía una distancia mucho más prudente entre ella y el público, pero ahora parecían amotinarse para ver quién estaba más al frente, dejando espacio libre contra las barras si no fuera por la otra cantidad de personas que la deslumbraban con la luz de los móviles.

Estaban grabándola.

Aitana sintió pánico, repentinamente, y buscó consuelo a su izquierda, pero no lo encontró.

Cierto. Él no estaba ahí.

—¿Estás bien, Aitana? —le preguntó el gallego, que no era su gallego, pasándose una mano por el pelo para acomodárselo en punta.

No, joder, no. No estaba bien. Sentía la ansiedad treparle por las piernas como hierba mala, cerrarle el pecho y atorarse en sus pulmones, impidiendo que le entrase el aire necesario como para hablar, mucho menos cantar. ¿Por qué mierda había tanto murmullo? ¿Por qué no dejaban de hacerle fotos?

—Sí —mintió descaradamente. Después de todo Roi no le conocía como Luis, no sabía que mentía, sino ni siquiera le hubiese preguntado si estaba bien, porque ya hubiera sabido de antes que no, que claro que no—. Pero, ¿tú tienes idea de por qué nos están grabando los de allí? —preguntó, señalando disimuladamente al grupito del fondo.

—Sea lo que sea seguro no me están grabando a mí —dijo Roi, como un comentario gracioso, pero lo cierto era que la ponía bastante incómoda la situación como para hacer chistes tan pronto—. Calma, Aitana, seguro que no es nada, unos cotillas y ya.

La catalana suspiró. Aquello no le daba buena espina, pero no era como si pudiese salir corriendo o algo, después de todo era su trabajo.

—Amor, ¿necesitas algo? —preguntó una nueva voz, con su acento canario de siempre, dando codazos para llegar hasta donde estaba ella, pálida como el mármol y con el micrófono a kilómetros de distancia—. Pareces estar algo mareada.

—No, Ana. Muchas gracias —dijo, automáticamente, sin siquiera razonar la posibilidad de necesitar algo. Le necesitaba a él, pero sabía que no era posible.

Mentiría si dijera que esos cinco días no habían sido difíciles. Le crecería la nariz hasta Tenerife como a Pinocho si tan solo tuviera que sonreír una vez más e insistir en que todo estaba sobre ruedas.

Le echaba de menos, simple y sencillo. Sabía que era algo más que normal después de venir de una semana juntos cada vez que ella le llamaba por teléfono para quedar, y de tres días de estar pegados como lapas de todas las formas posibles, pero no por eso dejaba de sentarle mal.

En esos cinco días habían hablado muy poco, poquitísimo para lo mucho que ella quería hacerlo, pero había sido una decisión mutua, pactada en silencio como la mayoría que tenían, como decidir comer siempre en el mismo lugar aunque existiesen miles por la zona o volver a follar después de quedar rendidos momentáneamente en el colchón de un hotel. No necesitaban palabras para tomar la mayoría de las decisiones, ni siquiera esa.

Él le enviaba un mensaje todas las mañanas y otro todas las noches, para asegurarle que estaba en perfectas condiciones, y compartían un par de textos más, pero después ambos dejaban morir la conversación, no sin antes recibir un «te quiero» furtivo de él que le recordaba como todo eso valía la pena y más. Después de eso él apagaba el teléfono por el resto del día y la noche, según le había dicho.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now