Capítulo 44

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—¡Pisa el acelerador, joder!

—No puedo simplemente romper el límite de velocidad...

—¡Que lo pises, hostia! ¡Con ganas, tío! ¡No me obligues a hacerlo yo!

—¡Aitana!

—Ya está, listo, en la próxima interjección mueves tu culo de lugar, que conduces más lento que mi abuela y ella no recuerda los putos límites de velocidad como tú.

—Aitana.

La catana gritó, de frustración, y cerró el puño estampándolo en la guantera.

—Mierda —siseó de dolor, agarrándose una mano con la otra, sobando el moretón que probablemente le saldría por ese impulso de idiotez.

—¿Has terminado? —preguntó Ricky, serio.

—No me parece —añadió Roi por primera vez en la discusión, desde el asiento de atrás, colocándole una mano en el hombro a ella con el afán de calmarle. Sin embargo, se removió, inquieta, rehusando al contacto—. Tía, tienes que tranquilizarte, te va a venir un paro cardíaco.

Contra todo pronóstico, Aitana volvió a golpear el mismo lugar, con la misma mano, apenas terminó de hablar. Estaba furiosa y no podía disimularlo ni aunque lo intentase. Aunque tampoco le importaba hacerlo.

—¿¡Por qué mierda tú no estás así!? ¡Es tu mejor amigo, joder! —gritó, pero sin atreverse a girar el cuello para mirarle. Sabía que estaba actuando en caliente, que no tenía derecho a juzgar ni las acciones ni las reacciones de nadie, lo tenía más que claro, pero en ese momento le daba igual portarse como una niñata.

—Aitana, estoy que me cago del miedo —dijo Roi, bajando una octava el tono de voz, de la forma más prudente que ella le había oído usar nunca—. Pero no puedo destrozar el coche de por eso. Esa es exactamente la razón por la cual ni tu ni yo estamos tras el volante.

La chica bufó, cruzándose de brazos: el gallego tenía razón, obviamente. Nadie en su sano juicio la hubiese puesto a ella a conducir después de los ataquitos que tenía, y por eso Ricky era la elección más sensata para hacer el recorrido de su piso al aeropuerto, pero aun así no dejaba de molestarle.

—Sois unos miedosos, por eso no conduzco yo —rebatió, cual niña pequeña.

—La policía nos hubiese detenido hace 3 kilómetros si te dejábamos a ti hacerlo —insistió Ricky, serenamente, decidido en no perder los estribos con su compañera de trabajo, porque evidentemente no era el momento por echarle la bronca del siglo que se merecía por ese berrinche.

—¡Pero son veinte minutos hasta el aeropuerto en coche, Ricky! ¡Y vamos mil! —chilló, exagerada, girándose de costado para mirarles a ambos y que entendiesen la desesperación que chorreaba de su voz y sus facciones.

—Es hora pico, Aitana —dijo el mallorquín, como si tuviese que explicarle a una niña pequeña por qué está mal comer dulces antes de la cena—. Claramente íbamos a tardar más que eso. Pero ya estamos cerca, te lo prometo.

—¡No me prometas nada, por favor! —vociferó, de repente—. Que vosotros sois de mucho prometer pero poco de cumplir.

—¿Nosotros quienes? —preguntó Roi, confundido, alzando una ceja.

Ella le miró directamente, de una forma que hubiese cortado la estalactita de hielo más dura del universo, y el pobre gallego estuviese cerca de convertirse en un picadillo de guitarrista más que en una persona, si por sus ojos se tratase.

En ese momento Roi entendió un poco más a Cepeda y por qué estaba tan acojonado de contarle a ella que la había cagado. Joder, que tenía un carácter de perros a la mínima interacción negativa.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now